lunes, 9 de mayo de 2016

ESTE VINO NO ES PINOT SEÑOR


Tengo la impresión de que lo he visto antes –me dijo, ya sentados en el comedor-vagón del tren y con un ademán medio detectivesco, el sujeto borracho por el cual tuve que interceder en el absurdo altercado que este mantenía con un funcionario público. Luego el hombre pidió una botella de vino y dos copas pequeñas, sin siquiera preguntarme si es que acaso yo bebía. Un joven camarero nos destapó una botella de Pinot Undurraga (de esas que parecen cantimploras de exploradores) y sirvió las copas, con la mano un tanto temblorosa. Al terminar de llenarlas, dio media vuelta y se quedó extático durante unos segundos. Luego, sonrojado y evidentemente nervioso, volteó hacia nosotros nuevamente y, en un tono de sumiso respeto, me pidió un autógrafo. Yo, sin saber qué decir y mayormente avergonzado, tomé la hoja de papel que el muchacho sostenía en la mano y le dibujé, mientras trataba de sonreír falsamente, una extraña firma acompañada de un número 29 (dorsal que utilicé en casi todos los clubes donde jugué). El garzón me dio las gracias, me dijo que era hincha de Palestino y caminó hacia la barra. Yo me sentí profundamente extraño, pues nunca fui muy reconocido por el medio y por la gente y menos aún fui dado a firmar autógrafos (hecho que lo atribuía más a los cantantes de baladas, bandas de rock, actores o verdaderas leyendas del fútbol). El hombre que me acompañaba me miró fijo y aseveró –ve caballero, no le había dicho yo que su cara se me hacía conocida –Mi nombre es Octavio Morín Matus, jubilado Profesor de Historia, mucho gusto –agregó extendiéndome su huesuda mano. Yo le devolví el saludo –Mi nombre es Pedro Giddings, una vieja promesa del fútbol chileno, el gusto es mío. –Yo más bien diría que, aparte de ser todavía un jovencito, fue usted una certeza, amigo mío –atendió Octavio, como queriendo reprochar la forma en que me presenté ante él. –Pero no voy a hablar mucho sobre ello, pues veo que es un tema que le incomoda. Sin embargo –agregó –digan lo que digan los medios y los periodistas deportivos, usted jugó en Inglaterra y además fue campeón de Europa en dos ocasiones –señaló, con orgullo –y ello, no cualquiera puede decirlo. A lo que yo respondí –es verdad que jugué un tiempo en Inglaterra, donde fui parte del equipo que obtuvo la copa al final de la liga disputada en el 78. Pero decir o alardear de que fui dos veces campeón de Europa me parece exagerado, ya que apenas jugué dos partidos en la “Copa de Campeones” del 78 y en la del 79 no fui parte ni siquiera de la nómina. –Pero eso se debió, mayoritariamente, a la lesión que tuvo en su tobillo, porque a fin de cuentas si formaste parte de aquel mítico North County –agregó Octavio, al tanto de todos los pormenores de mi carrera. –Con todo respeto Señor –respondí, un tanto enconado, al viejo profesor –casi siempre he sido el más crítico conmigo mismo, incluso más que esos buitres que se dedican al periodismo. Por tanto el hecho de que alguien más, en tono de zalamería, halago, ironía o burla, haga un juicio de lo que yo viví y jugué en Inglaterra, siendo que no estuvo ahí, no lo permito. –Salud –dijo Octavio, tratando de apaciguarme un poco,  –Entiendo su molestia, y por lo mismo, atendiendo el proverbio “a buen entendedor pocas palabras”, cambiaremos el tema de conversación –y se quedó callado llevando de sopetón la copa de vino a su boca.  


Mientras el hombre bebía recordé la última vez que había firmado un autógrafo. Había sido hace poco más de tres años, a finales de 1986, año en que el Magallanes se estaba yendo a la Segunda División y yo le decía adiós, para siempre, al fútbol. Esa tarde perdimos con Palestino, club que esa temporada le dio la pelea hasta el final, por el título de campeonato, a Colo-Colo. Aquella tarde de derrota le hice una sorpresiva visita a Sofía, a quien no veía desde hacía tiempo. Al llegar a casa, junto a una joven y hermosa muchacha vestida con un delantal blanco y sentada a la mesa tomando una taza de té, me encontré a una demacrada mujer, de rostro añoso, cuerpo desganado y delgaducho, además de marcadas ojeras sobre y bajo los párpados que cubrían sus ojos melancólicos. Se trataba de mi madre. No llevaba más que un chaleco gris y un listón negro que amarraba su enmarañado y entrecano cabello. Sofía tenía tan solo 54 años, pero parecía que eran muchos más los que se habían colado por las grietas de su cuerpo y de su cara. Al verme ni siquiera se levantó. Yo me acerqué y le di un beso en la frente. La muchacha, llamada Javiera, era una joven estudiante de enfermería que hacía su práctica profesional y ayudaba a mi madre a cuidar del retrasado parapléjico del que se hacía cargo desde hacía más de quince años, y al cual lo había desahuciado en los últimos meses. Me senté junto a mi madre y la muchacha que se presentó tímidamente y continuó charlando con mi madre. Hablaban de algo que no recuerdo. Algo trivial, sin mucho sentido. Quizá de la teleserie o del Sábado Gigante, como era costumbre todavía por aquella época. Le dije a Sofía que la notaba demasiado cansada, y ella me respondió, en tono de solemne reproche, que para eso había contratado hace más de seis meses a Javiera. Yo me quedé en silencio por un momento. La muchacha, al notar la incomunicación, me preguntó en un tono dulce si acaso me quería tomar un café y comerme un trozo de tarta que había hecho su abuela. Pese a que no suelo comer cosas dulces, no pude resistirme a su expresión risueña y a sus buenos deseos. La muchacha vertió agua caliente sobre una taza y rebanó un trozo de pastel. Yo la miré de reojo mientras me daba la espalda. Tenía una figura delgada y atlética, piernas largas y un cabello un tanto rizado y castaño claro. En ese momento se escuchó el sonido de un tenue tintineo. Entonces Sofía se levantó, dejó su taza sobre la mesa y fue hasta la pieza de Santos. Javiera, rápidamente, dejó la tarta y el café sobre la mesa y siguió a mi madre. Me quedé solo en el comedor diario y mientras comía el pastel me puse a sacar la cuenta de hace cuanto no veía a Sofía. Ocho meses, dos semanas y cuatro días habían pasado desde la última vez que nos vimos. Al pensar en eso sentí algo de angustia. En la televisión, que no me había dado cuenta que estaba encendida, pasaban un reportaje sobre el FPMR. Al cabo de un rato, mientras raspaba el plato y Javier Miranda hablaba de las repercusiones políticas, a tres meses del atentado al General Pinochet, Javiera reapareció en la cocina. Se había quitado ya el uniforme de trabajo. Vestía un jeans ceñido a la cintura, una blusa de color verde agua y encima un sweater de hilo de color blanco. Se veía estupenda. Me dijo que Santos quería saludarme. Me levanté y fui hasta la pieza del parapléjico. Me quedé viéndolo desde el dintel de la puerta. Sofía terminaba de acomodarle las almohadas. Lo hacía con una dedicación mayor a la que una madre tiene por su bebé. Estaba por comenzar el resumen deportivo en las noticias y el postrado quería que lo viéramos juntos.

Siempre que recuerdo a Santos me viene a la memoria un aroma mezcla de carne en descomposición, pus, sangre, mierda y orina. Entonces recordé la razón de por qué iba cada vez menos a casa. No sabía (nunca supe) como enfrentarme a ese cadáver en vida que, por alguna razón, me idolatraba tanto. Y mucho menos, soportaba el hecho de ver a mi madre acabar con los últimos años de su vida, dedicándolos al cuidado de un postrado, retrasado, huérfano y desahuciado. Javiera ya iba de salida, por lo que tuve que desmarcarme de la invitación que me había hecho Santos. No quería perder la oportunidad de acercar a la linda muchacha hasta su casa. Le dije a Santos que debía irme en ese momento, que otro día vendría a verlo. Él se puso triste, y yo, para aliviar su pena, tuve que pensar en una jugada de fantasía. –Espérame Javiera, si quieres yo te acerco –le dije a la muchacha desde la habitación del enfermo. Luego saqué una camiseta del Club y se la obsequié a mi más acérrimo admirador. Sus ojos le brillaron y me dijo que Magallanes había tenido mala suerte el domingo, que yo había jugado muy bien y que seguro nos salvaríamos del descenso, o eso creo haber escuchado, ya que estaba más preocupado de que no se me escapara la jovencita. Me despedí de él apretándole su mano quieta e inútil, pero antes me pidió que cogiera un lápiz desde su velador y que le escribiera una dedicatoria en la camiseta: “a Santos con cariño, P. Giddings 29” fue lo que se me ocurrió rayarle en el dorso, casi automatizadamente, como cuando cantantes, actores, escritores, futbolistas y una manga de huevones que se creen más importantes que nosotros nos firman algo. Rápidamente me despedí de mi madre y salí a la calle detrás de Javiera, quien parecía estar huyendo de mí. –Te puedo acercar si quieres –le reiteré desde la entrada de la casa. –Creo que no vamos en la misma dirección –señaló. A lo que yo respondí que cómo podía saberlo. La muchacha me dijo que iba hacia la periferia sur de la ciudad y ella sabía que yo vivía en el centro, por tanto me alejaría mucho de mi destino si la acercaba a ella. Pensé en que si ella sabía aquello, era porque quizá Sofía se lo había dicho y fantaseé con la idea de que, durante los últimos seis meses, ella estaba esperando el momento de conocerme, pero luego pensé que si sabía aquello sería muy probable que también estuviera al tanto de mi situación sentimental actual. Le dije que la acercaría con gusto ya que, supuestamente, debía conducir hacia allá mismo porque tenía que pasar a atender un asunto del club (hecho que era completamente falso). Si es así, le agradezco que me lleve –me dijo con una expresión de espontáneo respeto, a lo que yo respondí, charlatanamente –no es necesario que me trates de usted. En ese instante, al interior de la casa, Sofía le colocaba la camiseta del Magallanes a Santos quien, a pesar de que le quedaba enorme, se puso muy feliz con mi regalo. Luego mi madre salió del cuarto de mi fanático número uno y se sentó en una silla del comedor diario. Su taza de té estaba fría. Palestino, que derrotó por 2-1 a Magallanes, no le pierde pisada a Colo-Colo, líder del campeonato, anunciaba uno de los titulares del noticiario deportivo. Le abrí la puerta de mi Datsun a Javiera, eché a andar el automóvil y tomé la calle principal. Sofía, desde adentro de la casa y, luego de repasar sus últimos años de vida, se puso a llorar. Me parece que fue la única vez que lo hizo.

***

Sabías que este vino no es un Pinot –escuché decir, como un sonido de ultratumba, al hombre que estaba sentado frente a mí en una mesa del vagón-comedor del retrasado tren destino Santiago-Temuco. No sé cuánto rato habré estado absorto en mi mismo, pero Octavio logró persuadirme y sacarme del trance con su comentario. Entonces me di cuenta de que ni siquiera había tocado la copa de vino y bebí un buen sorbo. El profesor me quedó mirando con cara de expectación y como de pregunta –Se da cuenta –añadió –este vino no es Pinot –y luego comenzó a contarme historias sobre las mejores cepas y mostos del sur de Francia y de cómo, cuando se preparaba para la Primera Comunión, le robaba, junto a su hermano y un amigo de su pueblo, los vinos que un tal Padre Polidoro reservaba para la misa del día domingo. Me contaba que siempre lo hacían leso, hasta que a su amigo se le ocurrió rellenar las vasijas con agua porque el Padre había comenzado a medir, milimétricamente, cada botella de vino ante la sospecha de que algún pillo se lo estaba hurtando. –El día que se dio cuenta de ello –comenzó a contarme Octavio –antes de comenzar la misa amenazó a sus catequistas con irse al infierno, no por robarle sino por haber tenido la bravura de arruinar una de las mejores cepas de Francia al mezclarla con agua. Después de eso –agregó con una cuota de humor –el Padre Polidoro comenzó a guardar los vinos bajo siete llaves, por lo que solo nos quedaba una forma de llegar hasta ellos: El día de la misa. Por eso fue que Iván, mi hermano, Carlos, mi amigo, y yo nos ofrecimos a ser los sacristanes y ayudar al Padre Polidoro. Una de las tareas era la de entregar el cáliz y sostener la bandeja con las hostias. Por lo que los tres nos turnábamos para sostener el recipiente de vino destinado para los feligreses, movidos por el deseo de sentir su aroma y con la esperanza de poder bebernos las sobras de este. Por suerte siempre sobraba bastante, ya que la mayoría de los asistentes a la misa eran las mujeres y ancianas del pueblo, para las cuales no era bien visto el beber en público, mientras que los hombres que acudían, no eran más que una manga de cínicos que no iban a beber vino del mismo vaso que alguien de menor estrato social que ellos. Así que suerte para nosotros que nos podíamos beber, a veces, un cáliz repleto de vino. Sin embargo, al cabo de un tiempo, hicimos tan bien nuestro trabajo como sacristanes que el Sacerdote comenzó a congraciar con nosotros y era él quien, después de la misa, nos ofrecía una cañita de los mejores de sus mostos. –No todos los sacerdotes son tan malos –pensé para mis adentros mientras oía la historia del profesor –Y para el día de nuestra Primera Comunión –continuó Octavio –el Padre Polidoro nos obsequió, a Carlos, a Iván y a mí, una botella de Pinot Noir, venida desde la mismísima región de Borgoña en Francia, a cada uno. Ese mismo día, junto a Carlos e Iván nos bebimos, a escondidas, las tres botellas. Era la primera vez que yo me emborrachaba. Iván ya lo había hecho antes y para Carlos fue la primera y la última. Fue en plena fiesta de nuestra Comunión y fue imposible pasar desapercibidos ya que, al tercer vaso, nos andábamos cayendo solos a causa del mareo y la embriaguez. –No te imaginas el sermón que nos dieron los adultos –me dijo Octavio como evocando el mismo día que aquello ocurriera –Más encima Carlos, ante la presión, le dijo a su madre que había sido el propio sacerdote quien nos había obsequiado las botellas, por lo que aquello se convirtió en un escándalo de proporciones en el pueblo. Tanto así que las familias más conservadoras pidieron la destitución de las funciones del Padre y le enviaron una carta al Vaticano mismo señalando que aquel hombre no estaba capacitado para ser un proclamador del Evangelio del Señor. El Padre Polidoro tuvo que pedir disculpas públicas en la misa del domingo siguiente y por suerte el griterío de los conservadores no alcanzó para que fuera destituido del cargo en ese momento, pero fue tanto su enojo para con nosotros que ni siquiera tuvo un sermón para darnos. En casa, frente a mis padres, Iván, que era casi tres años mayor que yo, se echó toda la culpa por lo acontecido, de modo que mi castigo fue reducido en comparación al de él. Mientras que a Carlos, además de ser castigado por seis meses, le prohibieron juntarse con nosotros, puesto que se nos consideraba, sobretodo a Iván, una mala influencia. De modo que, durante mucho tiempo, ni siquiera en la escuela se acercó a saludarnos por miedo a los regaños de sus estructurados padres ingleses. Tiempo después –prosiguió Octavio –ante los asedios de los grupos más conservadores el Padre Polidoro, que además de jesuita era progresista, decidió abandonar el pueblo. En ese momento todos los que nunca iban a misa pero que le conocían y eran amigos de él decidieron alzar la voz en contra de tan arbitrarias determinaciones. El asunto casi se vuelve una guerra civil entre quienes apoyaban al sacerdote y quienes no. Te hablo de los años cuarenta –puso énfasis Octavio –en pleno Gobierno de González Videla. –Y yo cuestioné mi ignorancia, por no tener ni la menor idea de quién era o qué había hecho tal sujeto como para que Octavio lo mencionara en su relato. Nosotros, con mi hermano, pensamos que todo era culpa nuestra. Por lo que Iván me dijo que era determinante que hiciéramos algo para que el Padre no se fuera. Iván, como siempre tan ingenioso y suspicaz, ya tenía un plan en mente –continúo el profesor diciendo –y Carlos era quien debía ayudarnos a conseguir aquello. Así que esa misma noche fuimos hasta su casa, entramos por la ventana de su cuarto sin que su madre nos viera y lo persuadimos de que nos ayudara a conseguir la mejor botella de vino que su padre tuviera en su cantina. Nos costó convencerlo, sin embargo no tuvo de otra que aceptar ya que nosotros le hicimos ver que él había sido uno de los principales responsables de que el Padre tuviera que abandonar el pueblo, ya que no había sido capaz de mantener la boca cerrada. El plan era esperar a que su padre regresara de la cantina, ya de madrugada, y esperar a que se durmiera para robarle las llaves e ir hasta allá y tomar la mejor botella de vino del local, para después obsequiársela al Padre como una forma de redimirnos y para rogarle que no se fuera. Cerca de las tres de la madrugada llegó el papá de Carlos. Esperamos un rato a que comenzara a roncar, como nos había dicho nuestro amigo que iba a suceder, y fuimos por las llaves de la cantina. Carlos no quería acompañarnos por lo que, nuevamente, tuvimos que exigirle que empezara a comportarse como un hombre, mal que mal, ya teníamos 11, 12 y 14 años respectivamente. Nos escabullimos los tres entonces. Las calles del pueblo estaban oscuras y en completo silencio. Nada se oía, salvo el lastimero aullido de un perro y el canto que hizo un gallo para señalarnos la vigilia. Llegamos al local del padre de Carlos, más conocido como “El Derby”. Entramos lo más silenciosamente que pudimos, pero tamaña fue nuestra sorpresa al ver que aún había gente al interior del bar. Y no personas cualquiera. Entre los nocherniegos parroquianos que, a puertas cerradas disfrutaban de los goces de la bebida, se encontraba nuestro padre que, siendo de los comunistas antiguos (de esos que cantaban “La Internacional” con la mano en el corazón), jamás habría permitido que sus hijos robaran algo. Además estaba Namuncurá, un líder cacique de la zona, Miguel Molina, nuestro profesor jefe, Khalil Sepehri, un comerciante de textiles muy amigo del padre de Carlos, y, además, estaba junto a ellos, el propio Padre Polidoro. Al vernos, su expresión (sobretodo la de nuestro padre y la del sacerdote) fue de desconcierto. Pero luego de unos segundos, y después de recibir los golpes que nos dio nuestro padre, los gritos y regaños no se hicieron esperar. Por lo que el Padre tuvo que interceder, calmando a nuestro papá y apaciguando un poco las aguas. Luego, más calmo todo, nos exigió una explicación por lo que estábamos haciendo. En ese momento yo me sobaba la oreja izquierda, al borde del llanto, luego del correctivo golpe de mi padre. Carlos, a pesar de que nadie le había puesto una mano encima, lloraba anticipado, sabiendo que su padre lo iba a castigar, quizá por un año entero. Mientras que Iván, luego de aguantar, estoico, los golpes de nuestro padre, dio paso a la explicación que el sacerdote nos pidió que le diéramos. Fue muy honesto en su relato y se acusó como el principal responsable de la idea de robar un vino al papá de Carlos para obsequiarlo al Padre Polidoro para que los perdonara y no tuviera que marcharse del pueblo. Aquella acción, si bien deslegitimada pero con un trasfondo noble, no dejó indiferente a ninguno de los hombres allí presentes. Todos convinieron en que nuestra inocencia era la culpa de nuestras torpes acciones. Quizá recordaron cuando eran niños, quien sabe. Además el trago suele ponernos nostálgicos y ablandarnos el corazón. El Padre Polidoro nos pidió disculpas por habernos hecho pensar que él se iba por culpa de nuestra, pero nos explicó que las razones de su partida eran mucho más profundas, y más bien tenían que ver con marcadas diferencias políticas con el sector más conservador del pueblo. Cosas que por ese tiempo no nos interesaban ni mucho menos entendíamos. Mi padre tomó las llaves de automóvil y nos llevó a casa, pero antes pasó a dejar a Carlos, quien no daba más de la preocupación. Sin embargo, antes de que nuestro amigo bajara del auto, mi padre le dijo que se estuviera tranquilo, ya que el dueño del “Derby” no se enteraría de nuestra proeza nocturna, al menos por ahora. Luego nos dejó a nosotros en casa, y antes de que bajáramos nos sugirió no hacer mucho ruido para que nuestra madre no despertara y nos descubriera, ni a nosotros ni a él. Además nos dijo que no nos preocupáramos por el Padre Polidoro, que él no iba a permitir por ningún motivo que se fuera. Todo con tal de darle la pelea a los que él consideraba un montón de burgueses hipócritas y fascistas. Luego se marchó por el mismo camino en dirección hacia “El Derby” pues se suponía que aún le quedaban asuntos que atender. –En ese momento se produjo un prolongado silencio. Octavio bebió de sopetón su sexta copa de vino, mientras que yo todavía no acaba la segunda. –Y qué pasó con el Padre Polidoro –le pregunté, esperando tener un final para la historia. –Eso es otro cuento –me dijo –por ahora lo único que debes tener claro es que este vino –y apuntó la botella vacía con forma de cantimplora –no es un verdadero Pinot Noir. Entonces me miró respetuoso, me dio un billete para pagar la botella, se puso el sombrero y me dijo que cada cierto tiempo le era necesario dormir. Entonces se marchó y me quedé sólo en la mesa de aquel comedor-vagón del tren. Luego me bebí la copa de vino y me quedé pensando si, al igual que Octavio, debía ir a descansar un rato o pedirle al mozo otra botella de ese falso vino Pinot.