viernes, 17 de abril de 2015

AUTOMOTORES EN EXTINCIÓN


TENÍA CINCO AÑOS LA PRIMERA vez que subí a un automotor como el que partía rumbo a la Araucanía aquella noche. Fue durante un viaje que realizamos junto a mi madre y mi padre en el “Flecha del Sur”. Íbamos desde el viejo pueblo de Calihue, en la provincia de Callén, hasta Puerto Montt, en la provincia de Llanquihue. Eran las primeras vacaciones que se tomaba el Gringo en años, oí decir alguna vez a mí madre durante una breve conversación de día domingo. Serían también las últimas. Fue durante los primeros días del verano de 1960, los que coincidieron con los últimos traslados que iban a realizar los famosos trenes antes de ser dados de baja para siempre.

La segunda ocasión fue apenas un par de meses después, en una locomotora eléctrica conocida como la “Serpiente de Oro”. Eran los días finales de mayo del sesenta, tan solo una semana después de que un enorme y fatal terremoto golpeara a toda la costa de la zona sur del país, especialmente al pequeño poblado de Calihue. Entonces nos trasladábamos junto a mi madre a la casa del abuelo Erasmo en Villa Progreso, también llamado Pueblo Nuevo, en el pesado tren que fue autorizado para atravesar el viejo puente y trasladar a los damnificados lejos de la zona de la catástrofe. 

En la estación de Calihue mi padre nos despidió con la promesa de que pronto nos volveríamos a ver. Al menos esas fueron sus palabras, las que han tenido una extraña persistencia en mi memoria. Un doloroso eco. El puente que atravesaba el río se derrumbó momentos después de que la sobrecargada “serpiente de oro” pasara sobre él. De milagro el viejo viaducto, acostumbrados tan solo al paso de pequeños ramales, aguantó el peso de la locomotora y no nos fuimos al fondo del río también nosotros. En seguida le pregunté a mi madre, entre lágrimas, cómo es que mi padre cruzaría el río. Sofía no dijo ni media palabra, solo se limitó a persignarse y juntar las manos en dirección al cielo en señal de agradecimiento. Al llegar a la casa del abuelo insistí con la pregunta, a lo que mi madre respondió –vendrá en su barco,… llegará en menos de lo que canta un gallo, ya verás. Entonces lo imaginé con su cabello dorado al viento, timoneando un petrolero por los estuarios y anchos canales de la región, sonriendo y henchido de buenas esperanzas.

Finalmente el Gringo llegó, semanas más tarde, en un vapor pesquero y vestido con un traje de madera. Los adultos no me permitieron ver su rostro. Un resfrío mal cuidado, que luego se convirtió en una neumonía, lo agravó de manera fulminante. Murió la madrugada de un 24 de junio de 1960 a la edad de 59 años. Nadie supo explicarme los por qué de aquello. La muerte de mi padre terminó de sacudir de preguntas toda mi infancia. Que dormía, que se había ido al cielo o que sería mí ángel guardián, fueron las respuestas que me dieron. Al cabo de un tiempo, mientras iba creciendo, me fui olvidando de su rostro, de sus cabellos y de su sonrisa. La vida, como siempre, tenía que continuar.

***

La tercera vez no la recuerdo muy bien. Fue a mediados del setenta. El viaje, o más bien la huída, fue absolutamente fugaz e improvisada. Tengo apenas la certeza de que marchaba solo. Sin padre y sin madre. Solo contra todos. Solo contra el mundo y, a la vez, solo contra mí mismo. Apenas y acompañado del reflejo taciturno de alguien que, lo mismo, podría haber sido yo o cualquier otro. Me vi obligado a trasladarme, con apuro y como un reo, desde el Pueblo Nuevo (o Villa Progreso) hasta la ciudad de Concepción, con la intención de que me alejara de esas tierras, que mi madre decía malditas, para siempre. Al llegar a la provincia penquista, una prima de Sofía (que por entonces ya llevaba un par de semanas en Santiago cuidando de un joven retrasado y moribundo), me estaba esperando. Llegué a Concepción sumido en un caos y una tristeza absoluta. Todo alrededor mío hedía a sangre y a pólvora a causa de un hecho de suma violencia que habría de marcar para siempre a mi familia, concatenando, de paso, mi transición de la pre-adolescencia a la juventud de una enlutada y sombría manera.

Al subir al vagón, al momento en que la máquina echó a andar por los oxidados rieles de la vía férrea y, de paso, haciendo temblar los durmientes, comencé a pensar en aquel negro suceso. Entonces me vi a mismo sentado sobre la plataforma de la Estación de Trenes de la ciudad de Concepción esperando, profundamente triste y contrariado, a ser recogido por una completa desconocida. Esa tarde la tía Pascuala apareció en mi vida como una luz en medio de tantas sombras. Al verme, con la candidez que precedía a sus casi cuarenta años, me preguntó si acaso yo era Pedro. Al contestarle que sí me sonrió de la forma más dulce en que alguien pudiera sonreír a un alma en pena, luego cogió mi maleta, me tomó de la mano y nos perdimos en medio del rumor de la gente que circundaba los andenes. Yo venía en una especie de ensimismamiento profundo, aterido por las sombras que desde aquel día comenzaron a inundar mi cabeza. Sin embargo, al verla a ella, todo el mundo volvió a brillar de una forma cegadora y absurda. Luego de franquear el andén juntos, tomamos un bus y atravesamos el puente viejo con destino a Coronel, pueblo donde vivía junto a su esposo, el tío Rolando, y su hija, la prima Isabel. Con ellos viví durante casi dos años. Fueron entonces, ante la ausencia de Sofía (mi madre), a quien durante aquella época no veía más que en ocasiones, mi única familia. Fueron también, por aquel entonces y en especial la Tía Pascuala, un candil en mi obscuridad.

***

Mi cuarto viaje en una locomotora a punto de ser desguazada fue, precisamente, al marcharme de Coronel y abandonar, para siempre, a mis padres putativos. Fue una tarde de marzo del setenta y dos, una semana después de recibir una carta que llegó desde Santiago con una oferta proveniente del Palestino para comprar la mitad de mi pase al club Lota Shwager (equipo donde hice las inferiores).  

El tío Rolando, impulsor de mi carrera futbolística, fue el único que me acompañó hasta la Estación de trenes aquella tarde. La tía Pascuala, presa de la angustia, después de darme su bendición y tratando de contener las lágrimas, volteó hacia la artesa y, con la voz temblorosa, me dijo adiós, añadiendo un tibio –cuídate allá en la ciudad –mientras comenzaba a fregar una olla enhollinada con la pena que le sigue al dolor. Yo la ausculté, durante unos instantes, desde el dintel de la puerta de la cocina, esperando un abrazo de despedida que no llegó nunca. Todavía hoy, después de tantos años, conservo aquella imagen, clara en mi memoria. En tanto, la prima Isabel no tuvo ni siquiera el valor de verme partir y, desde el momento en qué supo que me marchaba hacia la capital, no hizo más que encerrarse en su habitación y llorar, desconsoladamente, como una adolescente enamorada.

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Tenía 17 años recién cumplidos entonces. Aún era un menor de edad, por ende no podía tomar ninguna determinación sin antes pedir una autorización formal a mi madre. En el Club querían hacerme debutar lo antes posible, por lo que les urgía que los papeleos se realizaran con celeridad. Al llegar a Santiago me fui a vivir con Sofía y Santino, el joven retrasado, parapléjico y desahuciado del que mi madre cuidaba celosamente, casi como una forma de redención. Y aunque casi no compartía con ella, debido a que todo su tiempo y sus energías las depositaba sobre el enfermo terminal, de cierto modo, y aunque no lo demostrara, estaba feliz de tenerme cerca de ella, y pese a que no le gustaba mucho la idea de que yo iniciara una carrera como futbolista, no le quedó otra que aceptar mi decisión.

De ese modo, todavía siendo un adolescente y pese a no haber alcanzado a jugar ningún partido como profesional en el club donde me formé, firmé contrato con Palestino por tres temporadas. Aquello fue posible gracias a Don Servando Cáceres, un anciano cazatalentos que creía haber visto en mí un talento único. –El muchacho tiene la velocidad de Manuel Muñoz, la técnica de Enrique Hormazábal y el coraje de Jorge Robledo –le aseguraba a cuanto personaje del medio futbolístico nacional se cruzaba por su camino. El viejo veedor, tras verme anotar y eludir rivales en el Campeonato Regional Juvenil jugado el verano del 72 en el puerto de Talcahuano, se obsesionó conmigo. A todos les hablaba de su gran descubrimiento en la ciudad acerera y de mi prometedor futuro como futbolista profesional. De ese modo fue a dar con Néstor Isella, el nuevo técnico del recién ascendido Palestino, a quien, con su labia estilo JUMAR y su largo recorrido por las canchas del deporte de rey, convenció de que me considerara para formar parte del equipo tricolor. Una semana después de finalizado el regional jugado en la Octava Región, me enviaron un pasaje en tren con destino a la capital, más una carta solicitando que me presentara en las oficinas del club para reunirme con el técnico y la directiva. Fue así que, caducamente, sin mucho tiempo para reflexionar y con la posibilidad cierta de convertirme en jugador profesional, partí rumbo a la gran metrópoli. El viaje lo hice en el “rápido del Bío-Bío”, un automotor eléctrico que solía hacer traslados nocturnos entre Concepción-Santiago y que serían dados de baja a principios de los ochenta. 

El trayecto en sí lo recuerdo amoratado de tristeza. Por un lado, evocaba el enfado y la angustia de la tía Pascula, por otro el llanto de la prima Isabel, quien tan solo días antes me había declarado su inocente y juvenil amor y, por último, los buenos deseos del viejo tío Rolando quien, a pesar de su temple y fortaleza (adquirida por años como minero del pique Arenas Blancas), me despidió con un nudo en la garganta que me surcó la piel y me acompañó durante todo el viaje. 

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A mi padre, como dije anteriormente, casi no le conocí. Murió cuando yo tenía apenas cinco años. De él solo conservo algunas menudas y sonrientes expresiones de su rostro, que en nada se parecía al mío, y el color dorado de sus cabellos. Por lo demás, mi madre hablaba muy poco del Gringo, como lo llamaban en el solitario pueblo de Calihue, y al evocarlo, muy de vez en cuando, solo ponía especial énfasis en que había sido un buen hombre. Se llamaba Elliot Giddings y fue un inmigrante inglés venido a menos que llegó a Chile siendo muy joven, durante los años veinte, en busca de buena fortuna. Mucho más no podía decir. Hasta entonces, mientras el tren con destino a Temuco dejaba atrás las luces de la ciudad de Santiago, no conocía mayores detalles de su vida y solo remembraba, con singular ternura, quizá las únicas imágenes suyas (a esa altura tan reales como ficticias) que conservaba en mi memoria. Esa noche, como una regresión hacia el pasado evoqué esas instantáneas de la infancia. Primero, la de aquel viaje que realizamos juntos a Puerto Montt en el legendario y desaparecido “Flecha del Sur”, y segundo, la de nuestra despedida en la estación de Calihue, el día de su incumplida promesa.

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Esa noche, mientras los recuerdos pasados y aquellos que me inventaba de mi padre invadían mi cabeza y mientras el estruendo de la locomotora dejaba en silencio a los queltehues y tuiques del camino, me imaginé sentado sobre las piernas del Gringo, mirando su reflejo a través de la ventanilla del tren. Sereno, pálido, dorado y sonriente (tan diferente a mi rostro moreno e inquieto de la niñez). Ante aquella visión pensé que la vida siempre, por algún extraño motivo, tiene algo de cíclica. La verdad no sé por qué. Esa noche, como una paradoja más del destino, al igual que veintisiete años atrás, viajaba en solitario (sin padre y sin madre) a bordo de un automotor camino al cementerio de trenes.

miércoles, 15 de abril de 2015

ESTACIÓN CENTRAL


EL TREN CON DESTINO SANTIAGO-TEMUCO llevaba poco más de media hora de retraso cuando comencé a sentir la necesidad de suspender el viaje. Los nervios, gatillados por la espera, comenzaron a estremecerme por completo y un ardor, que luego devino en ahogos, se me ancló en el pecho y aceleró, de paso, mi frecuencia cardiaca provocándome una honda sensación de angustia. 

Aguardaba, en dicho trance, el tren que me habría de llevar hacia una suerte de encuentro con mi pasado más obscuro, cuando al poner mi mano derecha sobre el corazón para sentir la intensidad de mis latidos pensé en Janet Bellamy, la sicóloga deportiva que me diagnosticó el trastorno obsesivo-compulsivo que supuestamente padezco y a la que solía frecuentar durante mi estadía en la ciudad de Nottingham, cuando jugaba en el viejo club de las East Midlands. Al evocarla, de algún extraño modo, siempre lograba tranquilizarme. Su repaso en mi memoria era la medicina que ella misma me había recetado. En ese instante, anacrónico y sublime como un rayo que antecede a la tormenta, recordé el gesto reservado que hacía con sus labios cada vez que apuntaba algo en su libreta de anotaciones y lo nervioso que me ponía al momento en que, en un alarde de sensualidad, cruzaba las piernas dejando entrever levemente su ropa interior. A la mierda la ética de la siquiatría pensé una tarde antes de entrar en su consulta. Fue durante la quinta de nuestras sesiones. Entré de golpe, la tomé por la cintura y, con la misma tenacidad y entusiasmo con que trataba de eludir rivales dentro de la cancha, la estrellé contra su escritorio y cogí con fuerza sus caderas, rasgándole sus medias negras. En un principio opuso resistencia, pero al cabo de unos minutos se entregó por completo a mis mentiras, mis susurros y mis falsas promesas y acabamos haciendo el amor recostados en el mismo sofá donde sus pacientes solían contarle sus dramas existenciales. Esa primera tarde juntos, ella le pidió a su secretaria que cancelara el resto de sus citas y lo hicimos de todas las formas y posiciones que se le pudieron ocurrir. Parecía un huracán enjaulado al cual hacía tiempo nadie, ni siquiera de manera casual, había penetrado en lo más hondo e íntimo. Sin embargo, después de acabar por tercera vez (hecho que no fuera mérito mío en lo absoluto sino de ella), le sobrevino la angustia que, al parecer, nos provoca el placer de la carne y me pidió que no volviera a entrar en su consulta, pues yo no sería más su paciente. A pesar de eso, y a causa de mi insistencia, al cabo de un tiempo comenzamos a salir. De modo que, sin hacernos demasiadas preguntas, sin necesidad de penetrar en el origen de las palabras y sin comprometernos en la ironía absurda del romance, nos convertimos en exiguos compañeros de cuarto que, entre sexo tibio y caricias, se refugiaban de las frías nieves de Nottingham. 

Durante algún tiempo la relación fue bastante fluida y amena, sin embargo Janet comenzó a preocuparse en demasía por mí, casi como una madre. Quizá la causa fueran sus treinta y cinco años, en relación a mis juveniles veintidós. Solía darme consejos que, aunque yo jamás atendí, agradecía con desvelos de sexualidad que, al siguiente día, me hacían parecer un zombi en los entrenamientos y un fantasma en la cancha. Entonces no dejaba de tratarme, a pesar de haber censurado formalmente nuestras sesiones. Siempre estaba reconvinándome y dándome consejos. Frecuentemente charlábamos sobre mis problemas, los que por entonces tenían que ver con el peso que cargaba sobre mis hombros tras haber llegado a un club inglés de la segunda división siendo considerado como una de las mayores promesas jóvenes de Sudamérica y en si sería capaz de responder a las expectativas que había dejado en Chile, donde los periodistas malintencionados me elevaban a la altura de Toro, Sorrel, Rojas, Sánchez, Caszely, Ahumada y, principalmente, Robledo, quien fuera genio y figura en el Newcastle de los años cuarenta-cincuenta, a diferencia de mí que, a fines de la temporada 76-77, con el equipo a punto de ascender, no hacía más que calentar la banca. Y entretanto ocurría aquello, y mientras yo me iba hundiendo poco a poco en la vorágine de lo que me significaba no poder jugar al fútbol, ella incrementaba mi desesperación, mis frustraciones y mi vacío con su belleza, con su ternura, con su ardor apasionado y sus deseos de coger todo el tiempo. 

Por aquel entonces yo me acostaba con Janet de tres a cuatro veces por semana, solo porque yo ponía freno a sus impulsos con la excusa de las concentraciones (y porque, francamente, no era capaz de seguirle el ritmo). Y pese a sus incomensurables esfuerzos por animarme y sacarme adelante, estando con ella se incrementaron mis problemas de autoestima. Por un lado debía soportar la frustración de no poder rendir en un equipo extranjero, además de tener que hacerle frente a una relación que estaba acabando con todas mis energías. Por otra parte debía lidiar con la barrera cultural, xenófoba e idiomática que barría con nosotros los sudacas en Europa. Y además, en el corazón de la ciudad, debía batallar con la costumbre, la adaptabilidad y el desarraigo, mientras que en las calles debía soportar el frío y la angustia y en el lecho los fantasmas de la infancia y las delaciones de un pasado al que sabía que tendría que regresar algún día, un pasado poblado de obscuridad, sobre todo eso, de miedos y obscuridad.

***

Ya para el inicio de la temporada 77-78, Janet había desaparecido de mi vida. Poco tiempo después, leyendo una entrevista de McDermott en "The Sun", me enteré que estaba de novia con el entonces artífice y figura del Liverpool. Yo me alegré por ella y di vuelta la página. Del otro lado, había una extensa crónica que hablaba de las posibilidades de nuestro equipo en la presente temporada, reciés ascendidos. Por supuesto, nada auspiciosas. Sin embargo, la convicción que tenía nuestro entrenador, daba para pensar en grande. Fue, a partir de allí, que desaparecieron, por un tiempo, las sombras y, pese a ni siquiera ser parte de las primeras nóminas y pese a haber estado a punto de ser enviado a préstamo a otro equipo de segunda, logré concentrarme solo en el fútbol. Me había mentalizado en la idea de solamente jugar y demostrar el por qué había viajado hasta Inglaterra. Primero debía convencer al entrenador y darle prueba fehaciente de quién era y de cuánto valía. Todo dentro de la cancha. Luego debía seducir a la afición, para quienes no era más que un completo desconocido, para quienes no era más que un extranjero venido de un país sin nombre trazado por una línea en el mapa. Y por último, debía satisfacer a la prensa, que por entonces festinaba con la paradoja que les brindaba mi apellido versus mi apariencia. Fue un camino nada de fácil. La tarea fue ardua. Durante las primeras cinco fechas ni siquiera estuve en la nómina. Y ya para la sexta, cuando mi nombre: Pedro Giddings Sarmiento, por fin apareció en la lista, tuve que hacerle frente a un desafío mayor: el banco de suplentes. Donde me quedaba durante largos noventa minutos (que se hacían eternos), yerto y frío como un glaciar al extremo sur de la galaxia, clamando (silencioso) por una oportunidad, del mismo modo que la hinchada clamaba por los goles, que no llegaban, de su equipo. Esperando y esperando, herido en el orgullo, a que Taylor, el asistente técnico, me diera la tarjeta de ingreso. Fui paciente en lo inhumano. Paciente hasta en los huesos. Paciente en lo infinito. Hasta que la espera terminó y el dúo de ingleses me dio, mediado el suplemento en un crucial partido por la novena fecha del torneo, la oportunidad de entrar al campo. 

Aquella vez, momento tan esperado, cuando el técnico, mascullando mi apellido entre dientes antes de escupir el suelo, pidió mi ingreso, mi cuerpo comenzó a temblar, dejándome paralizado –Giddings, are you deaf, i told you to get in the field –repitió el asistente. Entonces no me quedó otra que ponerme en pie, tomar aire, persignarme tres veces, coger un puñado de pasto y entrar al Olimpo de los Dioses, al Palacio Divino, al templo Sagrado hecho ardid por la hinchada devota, al único sitio donde uno puede ser verdaderamente libre y donde no importa nada más que la unión celeste entre el hombre y el fútbol, únicas dos fuerzas vitales capaces de lograr el milagro, el uno, al golpear suavemente a la amada amante con su zurda ígnea, y el otro, por ser en sí mismo la fuerza sobrenatural que se libera en un orgasmo de frenesí cuando la pelota penetra la malla. Pero el azar es caprichoso, al menos eso dicen, y apenas pisé el césped comencé a tener fiebre, me puse en extremo ansioso y nervioso y me rodearon los viejos temores. Entonces hice un esfuerzo por recordar los consejos que me dio Janet antes de que comenzara a encamarse con otro. Y para cuando por fin lo logré y pude amortiguar con el pecho un cambio de frente de cincuenta metros, ocurrió la desgracia absoluta. No va más. El árbitro pitó el final del partido. Mejor suerte el domingo siguiente. Dos a uno el resultado final a favor nuestro, pero yo con suerte había tocado tres veces la pelota durante los casi veinte minutos que estuve en la cancha. Así que me quedé allí, mascando la rabia, medio absorto y silente, sin importarme ni siquiera la obtención de los puntos. Moralmente agobiado. Triste porque se me presentó la posibilidad de haber podido jugar y desolado porque lo había hecho de la peor forma. Y para colmo de todo aquello, la palmadita en la espalda del entrenador, como felicitándome por el esfuerzo realizado. 

Así se sucedieron, trasuntas del mismo escenario, las semanas siguientes, partido tras partido. Yo esperaba, primero, estar en la nómina y luego en la banca hasta que Taylor decía mi nombre, casi siempre a los 75 u 80 del suplemento. Y no entendía, no me explicaba por qué, a pesar de no rendir frutos, el entrenador, semana a semana, me seguía no solo citando sino que además me hacía ingresar los minutos finales de cada partido. No entendía por qué me seguía exponiendo, domingo a domingo, a tan doloroso trance. Hasta que un día, tras leer la sección deportiva del The Sun, lo comprendí todo. Había en el informativo de la mañana una nota escrita por un suspicaz periodista galés de apellido Aldrich (o Aldridge) que citaba así: “El Nottingham Forest, equipo que, en más de cien años de historia, jamás ha obtenido logros de gran relevancia, hoy se acerca a pasos agigantados a la obtención de su primer título de liga de la mano de un extraño amuleto venido del sur de mundo”. La nota publicada consiguió que los estadistas y los supersticiosos comenzaran a tratar de descifrar la extraña relación que había entre mis no convocatorias, mis nóminas y mis ingresos, con la posible obtención de un primer trofeo para los de las Tierras del Este. Lo cierto es que aquello había ocasionado una verdadera revolución en la ciudad. Las estadísticas del periódico decían que: “(…) durante las primeras cinco fechas, cuando el chileno no fue citado, el equipo empató en tres ocasiones, perdió en dos y no ganó ningún partido; cuando fue convocado y no ingresó, el equipo empató en tres ocasiones y no perdió ni ganó ningún ningún partido; en cambio, desde la novena fecha, los últimos once partidos en los que el muchacho ha ingresado al campo, durante los minutos finales, el equipo ha ganado, alcanzando un 100% de rendimiento. Estos números tienen al Nottingham Forest peleando la punta del torneo palmo a palmo con el Liverpool, y ha logrado que la hinchada, enfervorizada, se ilusione con que el equipo logre obtener su primer título de liga. Por supuesto, veremos si les alcanza con esta especie de amuleto, ya que aún queda mucho campeonato por recorrer”. Al leer el artículo, repleto de burla y de sorna hacia mí persona, saqué algunas cuentas alegres y comprobé que el cronista deportivo estaba casi en lo cierto. Para mí suerte, se había dado cuenta de ello el propio técnico. Y si bien yo no creo mucho en las supersticiones, era casi un hecho, y no una invención de los estadistas, que mí llegada a la ciudad de Nottingham no solo estaba plagada de misteriosas coincidencias, sino que además, mi sola presencia allí había producido algo extraordinario y asombroso en el club. Situación que me colocó en un pie de guerra distinto frente al técnico y la afición y me devolvió, esencialmente, la confianza que había perdido desde mi llegada a Inglaterra. Prueba de ello fue la conferencia de prensa que dio el entrenador, donde más que referirse a mí como un amuleto, hablaba de la entrega y las ganas que yo ponía cada vez que me tocaba jugar. De cómo metía y metía, de cómo acarreaba marcas, de cómo recibía patadas y jamás me arrojaba al suelo hasta que el arbitro pitaba la falta y de cómo revitalizaba al equipo porque nunca paraba de correr, cosas en las que ni yo mismo había reparado. 

Revitalizado con sus palabras y respaldado por el equipo, entonces traté de empezar a hacer lo que mejor sabía: jugar al fútbol. Me acordé de ello. Fue así que en el encuentro siguiente (posterior a la nota publicada y a la conferencia) contra al Aston Villa FC, válido por la fecha número veinte de la liga, el técnico, quizá al notar mis ganas de demostrarle a esos periodistas malignos quién era yo realmente, me hizo ingresar por primera vez como titular al campo. Show us Little boy –me dijo Brian, el controvertido estratega del club, antes de entrar a la cancha –y colocó su mano sobre mi hombro, en una señal unívoca de confianza. Los periodistas se volvieron locos. No podían entender los por qué de aquella determinación táctica. –Parece que Clough se tomó en serio lo del amuleto sudamericano. O ha comenzado a ser un estudioso de las estadísticas o llevará una pata de conejo en la chaqueta –fue lo más suave que dijeron –y Taylor tendrá un trébol de cuatro hojas, mire que apoyar tal determinación en un momento tan trascendental de la liga… está claro que el chico ha tenido un poco de suerte, pero de ahí a pensar que pueda soportar las exigencias de un partido completo y, además, tan vital para las pretensiones del Nottingham… claramente a esta dupla técnica se le están acabando las ideas. Se les ha obnubilado la vista, el chico mete ganas, pero no juega a nada –agregaban los tendenciosos. Sin embargo, a mí me resbalaron todas sus palabras. Aquella vez, solo me importaba salir a jugar. No recuerdo muy bien el día exacto. Me parece que fue entre fines de febrero o los primeros días de marzo del setenta y ocho. Recuerdo que, por más que habíamos metido, el partido se nos estaba yendo de las manos. La lucha con el Liverpool era muy reñida y apenas un punto nos separaba. Ellos habían caído tres por dos ante el Leeds United el día anterior, por lo que una eventual victoria ante los villanos, a dos semanas del duelo contra los Diablos Rojos, nos colocaría a nosotros, por primera vez, en la punta del torneo. Sin embargo, esa tarde estábamos cayendo por la mínima ante los londinenses, dejando escapar puntos vitales en la lucha por el trofeo. Si bien, el Nottignham contaba entre sus pergaminos algunos campeonatos obtenidos en el siglo XIX y a principios del siglo XX, cuando el fútbol aún era amateur, el equipo nunca había ganado algo a nivel profesional. Tal era la talla del equipo que, la temporada 76-77 (estando en segunda división) apenas y peleaba por ascender. En cambio, solo un año después, contra todo pronóstico, estaba peleando el título de la liga, mano a mano, con uno de los equipos más grandes de Inglaterra. El mérito de aquello, por supuesto, recaía en la dupla Clouhg-Taylor, técnico y asistente, quienes nos instaban a empujar constantemente, a no rendirnos nunca y a no dar pelota por pérdida. Ninguno de ellos, muy jóvenes por lo demás, creía en imposibles, y eso nos lo traspasaban a nosotros. Además, en su corta carrera, juntos ya habían logrado una gran proeza dirigiendo al Derby County, un equipo de medio-pelo que alzaron como campeón la temporada 72-73. Con el Nottingham, a tan solo un año de su ascenso, esperaban lograr el milagro. 

Esa tarde, a diez minutos del final del partido, comenzó a nevar. Ante dicha situación el árbitro podía suspender el compromiso, hecho que no nos convenía en lo absoluto, ya que perdíamos por la mínima y aún teníamos la esperanza de dar vuelta el marcador. Esa tarde yo me sentía capaz de todo. Incluso de aguantar la ventisca y los cinco grados bajo cero que congelaban mi cuerpo. Producto de ello, el técnico me mantuvo en la cancha durante los noventa minutos. Hecho que dio pie para que los periodistas se dieran un festín de burlas –Parece que Brian Clough mantiene al chileno en cancha a la espera del milagro. Nos sorprende su apego a las supersticiones –pregonaban a sus interlocutores. A él le valieron los comentarios artificiosos. De pie junto a la línea, no se cansó de animarnos en pos de alcanzar la victoria. A mí, al menos, me convenció con su arenga. Recuerdo que me aventuré en tres cuartos de cancha y comencé a encarar haciendo una diagonal mortífera por el sector izquierdo (el técnico, al no darle resultado por la banda diestra, probó que jugara con el perfil cambiado durante el segundo tiempo). Dejé a tres rivales en el camino hasta que un cuarto me frenó de una patada a la entrada del área. Yo caí dentro y el juez pitó penal a favor nuestro. En las gradas se produjo la algarabía total. Los nervios tenían sin entrañas a los hinchas. Robertson puso el balón en el punto penal. Y al pitazo del juez cambió su disparo potente y ajustado por el gol de la paridad parcial. Con el empate se conseguía el punto que nos igualaba en puntaje con el líder. Pero aún faltaba más. El equipo quería, a toda costa, la victoria y alcanzar la punta del torneo. Fue así, que metiendo y metiendo lo que restaba de encuentro, y a segundos del final, el propio Robertson envió un centro shoot que, por obra y gracia de Dios, fue a dar hasta mis pies. Debe haber sido uno de los goles más feos que convertí en mi carrera. Le pegué como venía y como pude. Entre canilla, muslo y rodilla. Ni siquiera lo recuerdo muy bien. Que importa. Solo sé que la pelota fue a dar al fondo del arco, que era el triunfo para el equipo, y que dicho triunfo nos ponía a la cabeza del torneo, mientras las tribunas del City Ground explotaban de un júbilo ensordecedor y victorioso. A partir de entonces, y aunque fue por un breve lapso de tiempo, yo comencé a ganarme un sitio en el equipo que alcanzaba la cima, luego de más de un siglo de decepciones. Por lo demás, no cabía duda de dos cosas: 1) al parecer yo era el talismán y 2) los ingleses, incluyendo a Brian, eran unos supersticiosos.

***

Mientras recordaba todos estos sucesos de mi reciente pasado, mientras pensaba en Janet, en su entrepierna húmeda, y en mi paso por Inglaterra, el tren cumplió cincuenta minutos de retraso. La Estación Central, a esas horas de la noche, estaba repleta de gente que iba y venía, lo que me contrariaba aún más, debido al temor que me causaba el ser reconocido por algún viajero, y que este osara pedirme un autógrafo o una fotografía, o que me recordara el inesperado fin de mi carrera y me pusiera al día de mis fracasos. Miré el elegante reloj de péndulo que había en la plataforma. Faltaban diez minutos para las diez de la noche. En ese momento pensé en echar a “cara o sello” entre sumarme al alegato airoso en contra del Jefe-Estación o volver a casa, a la cómoda habitación de mi departamento en Huelen y posponer el viaje. Sin embargo, antes de arrojar al aire la moneda, un Automotor diesel AMZ hizo su estrepitoso ingreso a la estación. Era el tren con destino Santiago-Temuco que debía abordar. Por consiguiente, no me quedaba más que seguir esperando. El Jefe-Estación, en evidente estado de cólera debido a los reiterados reclamos de los pasajeros, fichó el horario de ingreso del tren, luego de interpelar al chofer por el retraso de la máquina, agregando que por culpa de ellos Ferrocarriles del Estado se iba a terminar de ir a la cresta, y reajustó el horario de salida del automotor. Entre tanto, la espera, el ajetreo, la tensión, los recuerdos, los viajeros que bandeaban por los andenes, el temor a ser reconocido, me hicieron entrar, nuevamente, en una especie de sopor, esta vez entremezclado con la angustia que me provocó ver a esa obstinada locomotora, envuelta en una nostalgia agobiante, negándose, por una eventual falla mecánica, a emprender el que sería su último viaje al sur.

A la espera de la salida definitiva del tren, me arrellané en una esquina del andén, tratando de ocultarme al interior de un sobretodo que suelo llevar a la usanza de antiguos marineros, cuando de pronto, una decena de carabineros irrumpió en la estación. Uno de ellos tomó a un joven por sorpresa y lo redujo en el piso con exagerada violencia. Ante lo sucedido, y en el acto, otros dos muchachos comenzaron a correr en medio del gentío. Uno de ellos me pasó a llevar, haciéndome retroceder algunos pasos. Sin embargo, la peor parte se la llevó el propio adolescente, que sucumbió ante mi todavía atlética musculatura, cayendo al suelo donde fue reducido, de inmediato, por otros dos policías que lograron darle alcance. El otro, más ágil que sus compañeros de correrías, si bien pudo librar algunos metros, fue derribado por un avezado héroe ciudadano en el momento en que este trató de internarse en el Terminal de Buses San Borja. En definitiva, fue toda una desgracia para los tres adolescentes que esa noche, en medio de las constantes tensiones políticas de la época, dormirían custodiados por los fríos barrotes de un calabozo. Todo por culpa de un collar de bisuterías que habían arrancado del cuello de una anciana. De cierto modo me sentí culpable de haber derribado, sin querer hacerlo, a uno de los adolescentes y haberle procurado su detención. Y aunque no sintiera un sentimiento real de empatía ante la situación que vivían esos tres muchachos, que para mí no eran más que delincuentes vulgares y comunes (más allá de las consignas revolucionarias que lanzaban al viento y que solo agravaban su situación), tuve un cierto dejo de espontánea tristeza en el momento en que los policías les dieron coercitivos golpes en el lomo, las piernas y la cabeza, antes de ingresarlos, esposados, a la yuta. 

Veinte minutos después, más sereno y habiéndome resignado a la eterna espera, el Jefe-Estación, con una hora y media de retraso, anunció por los alto-parlantes a los pasajeros del tren con destino Santiago-Temuco que había que abordar la máquina. La falla mecánica, un desajuste en el motor de tracción, fue reparada sin mayores problemas. Nada por qué preocuparse, dijeron. Ya era hora alegué para mis adentros, inhalé profundo el vaho húmedo que salía por mi boca a causa del frío, cogí, cuidadosamente, un pequeño bolso de mano, la maleta y abordé el tren deseando, a partir de ese momento, tener un viaje tranquilo.