lunes, 9 de mayo de 2016

ESTE VINO NO ES PINOT SEÑOR


Tengo la impresión de que lo he visto antes –me dijo, ya sentados en el comedor-vagón del tren y con un ademán medio detectivesco, el sujeto borracho por el cual tuve que interceder en el absurdo altercado que este mantenía con un funcionario público. Luego el hombre pidió una botella de vino y dos copas pequeñas, sin siquiera preguntarme si es que acaso yo bebía. Un joven camarero nos destapó una botella de Pinot Undurraga (de esas que parecen cantimploras de exploradores) y sirvió las copas, con la mano un tanto temblorosa. Al terminar de llenarlas, dio media vuelta y se quedó extático durante unos segundos. Luego, sonrojado y evidentemente nervioso, volteó hacia nosotros nuevamente y, en un tono de sumiso respeto, me pidió un autógrafo. Yo, sin saber qué decir y mayormente avergonzado, tomé la hoja de papel que el muchacho sostenía en la mano y le dibujé, mientras trataba de sonreír falsamente, una extraña firma acompañada de un número 29 (dorsal que utilicé en casi todos los clubes donde jugué). El garzón me dio las gracias, me dijo que era hincha de Palestino y caminó hacia la barra. Yo me sentí profundamente extraño, pues nunca fui muy reconocido por el medio y por la gente y menos aún fui dado a firmar autógrafos (hecho que lo atribuía más a los cantantes de baladas, bandas de rock, actores o verdaderas leyendas del fútbol). El hombre que me acompañaba me miró fijo y aseveró –ve caballero, no le había dicho yo que su cara se me hacía conocida –Mi nombre es Octavio Morín Matus, jubilado Profesor de Historia, mucho gusto –agregó extendiéndome su huesuda mano. Yo le devolví el saludo –Mi nombre es Pedro Giddings, una vieja promesa del fútbol chileno, el gusto es mío. –Yo más bien diría que, aparte de ser todavía un jovencito, fue usted una certeza, amigo mío –atendió Octavio, como queriendo reprochar la forma en que me presenté ante él. –Pero no voy a hablar mucho sobre ello, pues veo que es un tema que le incomoda. Sin embargo –agregó –digan lo que digan los medios y los periodistas deportivos, usted jugó en Inglaterra y además fue campeón de Europa en dos ocasiones –señaló, con orgullo –y ello, no cualquiera puede decirlo. A lo que yo respondí –es verdad que jugué un tiempo en Inglaterra, donde fui parte del equipo que obtuvo la copa al final de la liga disputada en el 78. Pero decir o alardear de que fui dos veces campeón de Europa me parece exagerado, ya que apenas jugué dos partidos en la “Copa de Campeones” del 78 y en la del 79 no fui parte ni siquiera de la nómina. –Pero eso se debió, mayoritariamente, a la lesión que tuvo en su tobillo, porque a fin de cuentas si formaste parte de aquel mítico North County –agregó Octavio, al tanto de todos los pormenores de mi carrera. –Con todo respeto Señor –respondí, un tanto enconado, al viejo profesor –casi siempre he sido el más crítico conmigo mismo, incluso más que esos buitres que se dedican al periodismo. Por tanto el hecho de que alguien más, en tono de zalamería, halago, ironía o burla, haga un juicio de lo que yo viví y jugué en Inglaterra, siendo que no estuvo ahí, no lo permito. –Salud –dijo Octavio, tratando de apaciguarme un poco,  –Entiendo su molestia, y por lo mismo, atendiendo el proverbio “a buen entendedor pocas palabras”, cambiaremos el tema de conversación –y se quedó callado llevando de sopetón la copa de vino a su boca.  


Mientras el hombre bebía recordé la última vez que había firmado un autógrafo. Había sido hace poco más de tres años, a finales de 1986, año en que el Magallanes se estaba yendo a la Segunda División y yo le decía adiós, para siempre, al fútbol. Esa tarde perdimos con Palestino, club que esa temporada le dio la pelea hasta el final, por el título de campeonato, a Colo-Colo. Aquella tarde de derrota le hice una sorpresiva visita a Sofía, a quien no veía desde hacía tiempo. Al llegar a casa, junto a una joven y hermosa muchacha vestida con un delantal blanco y sentada a la mesa tomando una taza de té, me encontré a una demacrada mujer, de rostro añoso, cuerpo desganado y delgaducho, además de marcadas ojeras sobre y bajo los párpados que cubrían sus ojos melancólicos. Se trataba de mi madre. No llevaba más que un chaleco gris y un listón negro que amarraba su enmarañado y entrecano cabello. Sofía tenía tan solo 54 años, pero parecía que eran muchos más los que se habían colado por las grietas de su cuerpo y de su cara. Al verme ni siquiera se levantó. Yo me acerqué y le di un beso en la frente. La muchacha, llamada Javiera, era una joven estudiante de enfermería que hacía su práctica profesional y ayudaba a mi madre a cuidar del retrasado parapléjico del que se hacía cargo desde hacía más de quince años, y al cual lo había desahuciado en los últimos meses. Me senté junto a mi madre y la muchacha que se presentó tímidamente y continuó charlando con mi madre. Hablaban de algo que no recuerdo. Algo trivial, sin mucho sentido. Quizá de la teleserie o del Sábado Gigante, como era costumbre todavía por aquella época. Le dije a Sofía que la notaba demasiado cansada, y ella me respondió, en tono de solemne reproche, que para eso había contratado hace más de seis meses a Javiera. Yo me quedé en silencio por un momento. La muchacha, al notar la incomunicación, me preguntó en un tono dulce si acaso me quería tomar un café y comerme un trozo de tarta que había hecho su abuela. Pese a que no suelo comer cosas dulces, no pude resistirme a su expresión risueña y a sus buenos deseos. La muchacha vertió agua caliente sobre una taza y rebanó un trozo de pastel. Yo la miré de reojo mientras me daba la espalda. Tenía una figura delgada y atlética, piernas largas y un cabello un tanto rizado y castaño claro. En ese momento se escuchó el sonido de un tenue tintineo. Entonces Sofía se levantó, dejó su taza sobre la mesa y fue hasta la pieza de Santos. Javiera, rápidamente, dejó la tarta y el café sobre la mesa y siguió a mi madre. Me quedé solo en el comedor diario y mientras comía el pastel me puse a sacar la cuenta de hace cuanto no veía a Sofía. Ocho meses, dos semanas y cuatro días habían pasado desde la última vez que nos vimos. Al pensar en eso sentí algo de angustia. En la televisión, que no me había dado cuenta que estaba encendida, pasaban un reportaje sobre el FPMR. Al cabo de un rato, mientras raspaba el plato y Javier Miranda hablaba de las repercusiones políticas, a tres meses del atentado al General Pinochet, Javiera reapareció en la cocina. Se había quitado ya el uniforme de trabajo. Vestía un jeans ceñido a la cintura, una blusa de color verde agua y encima un sweater de hilo de color blanco. Se veía estupenda. Me dijo que Santos quería saludarme. Me levanté y fui hasta la pieza del parapléjico. Me quedé viéndolo desde el dintel de la puerta. Sofía terminaba de acomodarle las almohadas. Lo hacía con una dedicación mayor a la que una madre tiene por su bebé. Estaba por comenzar el resumen deportivo en las noticias y el postrado quería que lo viéramos juntos.

Siempre que recuerdo a Santos me viene a la memoria un aroma mezcla de carne en descomposición, pus, sangre, mierda y orina. Entonces recordé la razón de por qué iba cada vez menos a casa. No sabía (nunca supe) como enfrentarme a ese cadáver en vida que, por alguna razón, me idolatraba tanto. Y mucho menos, soportaba el hecho de ver a mi madre acabar con los últimos años de su vida, dedicándolos al cuidado de un postrado, retrasado, huérfano y desahuciado. Javiera ya iba de salida, por lo que tuve que desmarcarme de la invitación que me había hecho Santos. No quería perder la oportunidad de acercar a la linda muchacha hasta su casa. Le dije a Santos que debía irme en ese momento, que otro día vendría a verlo. Él se puso triste, y yo, para aliviar su pena, tuve que pensar en una jugada de fantasía. –Espérame Javiera, si quieres yo te acerco –le dije a la muchacha desde la habitación del enfermo. Luego saqué una camiseta del Club y se la obsequié a mi más acérrimo admirador. Sus ojos le brillaron y me dijo que Magallanes había tenido mala suerte el domingo, que yo había jugado muy bien y que seguro nos salvaríamos del descenso, o eso creo haber escuchado, ya que estaba más preocupado de que no se me escapara la jovencita. Me despedí de él apretándole su mano quieta e inútil, pero antes me pidió que cogiera un lápiz desde su velador y que le escribiera una dedicatoria en la camiseta: “a Santos con cariño, P. Giddings 29” fue lo que se me ocurrió rayarle en el dorso, casi automatizadamente, como cuando cantantes, actores, escritores, futbolistas y una manga de huevones que se creen más importantes que nosotros nos firman algo. Rápidamente me despedí de mi madre y salí a la calle detrás de Javiera, quien parecía estar huyendo de mí. –Te puedo acercar si quieres –le reiteré desde la entrada de la casa. –Creo que no vamos en la misma dirección –señaló. A lo que yo respondí que cómo podía saberlo. La muchacha me dijo que iba hacia la periferia sur de la ciudad y ella sabía que yo vivía en el centro, por tanto me alejaría mucho de mi destino si la acercaba a ella. Pensé en que si ella sabía aquello, era porque quizá Sofía se lo había dicho y fantaseé con la idea de que, durante los últimos seis meses, ella estaba esperando el momento de conocerme, pero luego pensé que si sabía aquello sería muy probable que también estuviera al tanto de mi situación sentimental actual. Le dije que la acercaría con gusto ya que, supuestamente, debía conducir hacia allá mismo porque tenía que pasar a atender un asunto del club (hecho que era completamente falso). Si es así, le agradezco que me lleve –me dijo con una expresión de espontáneo respeto, a lo que yo respondí, charlatanamente –no es necesario que me trates de usted. En ese instante, al interior de la casa, Sofía le colocaba la camiseta del Magallanes a Santos quien, a pesar de que le quedaba enorme, se puso muy feliz con mi regalo. Luego mi madre salió del cuarto de mi fanático número uno y se sentó en una silla del comedor diario. Su taza de té estaba fría. Palestino, que derrotó por 2-1 a Magallanes, no le pierde pisada a Colo-Colo, líder del campeonato, anunciaba uno de los titulares del noticiario deportivo. Le abrí la puerta de mi Datsun a Javiera, eché a andar el automóvil y tomé la calle principal. Sofía, desde adentro de la casa y, luego de repasar sus últimos años de vida, se puso a llorar. Me parece que fue la única vez que lo hizo.

***

Sabías que este vino no es un Pinot –escuché decir, como un sonido de ultratumba, al hombre que estaba sentado frente a mí en una mesa del vagón-comedor del retrasado tren destino Santiago-Temuco. No sé cuánto rato habré estado absorto en mi mismo, pero Octavio logró persuadirme y sacarme del trance con su comentario. Entonces me di cuenta de que ni siquiera había tocado la copa de vino y bebí un buen sorbo. El profesor me quedó mirando con cara de expectación y como de pregunta –Se da cuenta –añadió –este vino no es Pinot –y luego comenzó a contarme historias sobre las mejores cepas y mostos del sur de Francia y de cómo, cuando se preparaba para la Primera Comunión, le robaba, junto a su hermano y un amigo de su pueblo, los vinos que un tal Padre Polidoro reservaba para la misa del día domingo. Me contaba que siempre lo hacían leso, hasta que a su amigo se le ocurrió rellenar las vasijas con agua porque el Padre había comenzado a medir, milimétricamente, cada botella de vino ante la sospecha de que algún pillo se lo estaba hurtando. –El día que se dio cuenta de ello –comenzó a contarme Octavio –antes de comenzar la misa amenazó a sus catequistas con irse al infierno, no por robarle sino por haber tenido la bravura de arruinar una de las mejores cepas de Francia al mezclarla con agua. Después de eso –agregó con una cuota de humor –el Padre Polidoro comenzó a guardar los vinos bajo siete llaves, por lo que solo nos quedaba una forma de llegar hasta ellos: El día de la misa. Por eso fue que Iván, mi hermano, Carlos, mi amigo, y yo nos ofrecimos a ser los sacristanes y ayudar al Padre Polidoro. Una de las tareas era la de entregar el cáliz y sostener la bandeja con las hostias. Por lo que los tres nos turnábamos para sostener el recipiente de vino destinado para los feligreses, movidos por el deseo de sentir su aroma y con la esperanza de poder bebernos las sobras de este. Por suerte siempre sobraba bastante, ya que la mayoría de los asistentes a la misa eran las mujeres y ancianas del pueblo, para las cuales no era bien visto el beber en público, mientras que los hombres que acudían, no eran más que una manga de cínicos que no iban a beber vino del mismo vaso que alguien de menor estrato social que ellos. Así que suerte para nosotros que nos podíamos beber, a veces, un cáliz repleto de vino. Sin embargo, al cabo de un tiempo, hicimos tan bien nuestro trabajo como sacristanes que el Sacerdote comenzó a congraciar con nosotros y era él quien, después de la misa, nos ofrecía una cañita de los mejores de sus mostos. –No todos los sacerdotes son tan malos –pensé para mis adentros mientras oía la historia del profesor –Y para el día de nuestra Primera Comunión –continuó Octavio –el Padre Polidoro nos obsequió, a Carlos, a Iván y a mí, una botella de Pinot Noir, venida desde la mismísima región de Borgoña en Francia, a cada uno. Ese mismo día, junto a Carlos e Iván nos bebimos, a escondidas, las tres botellas. Era la primera vez que yo me emborrachaba. Iván ya lo había hecho antes y para Carlos fue la primera y la última. Fue en plena fiesta de nuestra Comunión y fue imposible pasar desapercibidos ya que, al tercer vaso, nos andábamos cayendo solos a causa del mareo y la embriaguez. –No te imaginas el sermón que nos dieron los adultos –me dijo Octavio como evocando el mismo día que aquello ocurriera –Más encima Carlos, ante la presión, le dijo a su madre que había sido el propio sacerdote quien nos había obsequiado las botellas, por lo que aquello se convirtió en un escándalo de proporciones en el pueblo. Tanto así que las familias más conservadoras pidieron la destitución de las funciones del Padre y le enviaron una carta al Vaticano mismo señalando que aquel hombre no estaba capacitado para ser un proclamador del Evangelio del Señor. El Padre Polidoro tuvo que pedir disculpas públicas en la misa del domingo siguiente y por suerte el griterío de los conservadores no alcanzó para que fuera destituido del cargo en ese momento, pero fue tanto su enojo para con nosotros que ni siquiera tuvo un sermón para darnos. En casa, frente a mis padres, Iván, que era casi tres años mayor que yo, se echó toda la culpa por lo acontecido, de modo que mi castigo fue reducido en comparación al de él. Mientras que a Carlos, además de ser castigado por seis meses, le prohibieron juntarse con nosotros, puesto que se nos consideraba, sobretodo a Iván, una mala influencia. De modo que, durante mucho tiempo, ni siquiera en la escuela se acercó a saludarnos por miedo a los regaños de sus estructurados padres ingleses. Tiempo después –prosiguió Octavio –ante los asedios de los grupos más conservadores el Padre Polidoro, que además de jesuita era progresista, decidió abandonar el pueblo. En ese momento todos los que nunca iban a misa pero que le conocían y eran amigos de él decidieron alzar la voz en contra de tan arbitrarias determinaciones. El asunto casi se vuelve una guerra civil entre quienes apoyaban al sacerdote y quienes no. Te hablo de los años cuarenta –puso énfasis Octavio –en pleno Gobierno de González Videla. –Y yo cuestioné mi ignorancia, por no tener ni la menor idea de quién era o qué había hecho tal sujeto como para que Octavio lo mencionara en su relato. Nosotros, con mi hermano, pensamos que todo era culpa nuestra. Por lo que Iván me dijo que era determinante que hiciéramos algo para que el Padre no se fuera. Iván, como siempre tan ingenioso y suspicaz, ya tenía un plan en mente –continúo el profesor diciendo –y Carlos era quien debía ayudarnos a conseguir aquello. Así que esa misma noche fuimos hasta su casa, entramos por la ventana de su cuarto sin que su madre nos viera y lo persuadimos de que nos ayudara a conseguir la mejor botella de vino que su padre tuviera en su cantina. Nos costó convencerlo, sin embargo no tuvo de otra que aceptar ya que nosotros le hicimos ver que él había sido uno de los principales responsables de que el Padre tuviera que abandonar el pueblo, ya que no había sido capaz de mantener la boca cerrada. El plan era esperar a que su padre regresara de la cantina, ya de madrugada, y esperar a que se durmiera para robarle las llaves e ir hasta allá y tomar la mejor botella de vino del local, para después obsequiársela al Padre como una forma de redimirnos y para rogarle que no se fuera. Cerca de las tres de la madrugada llegó el papá de Carlos. Esperamos un rato a que comenzara a roncar, como nos había dicho nuestro amigo que iba a suceder, y fuimos por las llaves de la cantina. Carlos no quería acompañarnos por lo que, nuevamente, tuvimos que exigirle que empezara a comportarse como un hombre, mal que mal, ya teníamos 11, 12 y 14 años respectivamente. Nos escabullimos los tres entonces. Las calles del pueblo estaban oscuras y en completo silencio. Nada se oía, salvo el lastimero aullido de un perro y el canto que hizo un gallo para señalarnos la vigilia. Llegamos al local del padre de Carlos, más conocido como “El Derby”. Entramos lo más silenciosamente que pudimos, pero tamaña fue nuestra sorpresa al ver que aún había gente al interior del bar. Y no personas cualquiera. Entre los nocherniegos parroquianos que, a puertas cerradas disfrutaban de los goces de la bebida, se encontraba nuestro padre que, siendo de los comunistas antiguos (de esos que cantaban “La Internacional” con la mano en el corazón), jamás habría permitido que sus hijos robaran algo. Además estaba Namuncurá, un líder cacique de la zona, Miguel Molina, nuestro profesor jefe, Khalil Sepehri, un comerciante de textiles muy amigo del padre de Carlos, y, además, estaba junto a ellos, el propio Padre Polidoro. Al vernos, su expresión (sobretodo la de nuestro padre y la del sacerdote) fue de desconcierto. Pero luego de unos segundos, y después de recibir los golpes que nos dio nuestro padre, los gritos y regaños no se hicieron esperar. Por lo que el Padre tuvo que interceder, calmando a nuestro papá y apaciguando un poco las aguas. Luego, más calmo todo, nos exigió una explicación por lo que estábamos haciendo. En ese momento yo me sobaba la oreja izquierda, al borde del llanto, luego del correctivo golpe de mi padre. Carlos, a pesar de que nadie le había puesto una mano encima, lloraba anticipado, sabiendo que su padre lo iba a castigar, quizá por un año entero. Mientras que Iván, luego de aguantar, estoico, los golpes de nuestro padre, dio paso a la explicación que el sacerdote nos pidió que le diéramos. Fue muy honesto en su relato y se acusó como el principal responsable de la idea de robar un vino al papá de Carlos para obsequiarlo al Padre Polidoro para que los perdonara y no tuviera que marcharse del pueblo. Aquella acción, si bien deslegitimada pero con un trasfondo noble, no dejó indiferente a ninguno de los hombres allí presentes. Todos convinieron en que nuestra inocencia era la culpa de nuestras torpes acciones. Quizá recordaron cuando eran niños, quien sabe. Además el trago suele ponernos nostálgicos y ablandarnos el corazón. El Padre Polidoro nos pidió disculpas por habernos hecho pensar que él se iba por culpa de nuestra, pero nos explicó que las razones de su partida eran mucho más profundas, y más bien tenían que ver con marcadas diferencias políticas con el sector más conservador del pueblo. Cosas que por ese tiempo no nos interesaban ni mucho menos entendíamos. Mi padre tomó las llaves de automóvil y nos llevó a casa, pero antes pasó a dejar a Carlos, quien no daba más de la preocupación. Sin embargo, antes de que nuestro amigo bajara del auto, mi padre le dijo que se estuviera tranquilo, ya que el dueño del “Derby” no se enteraría de nuestra proeza nocturna, al menos por ahora. Luego nos dejó a nosotros en casa, y antes de que bajáramos nos sugirió no hacer mucho ruido para que nuestra madre no despertara y nos descubriera, ni a nosotros ni a él. Además nos dijo que no nos preocupáramos por el Padre Polidoro, que él no iba a permitir por ningún motivo que se fuera. Todo con tal de darle la pelea a los que él consideraba un montón de burgueses hipócritas y fascistas. Luego se marchó por el mismo camino en dirección hacia “El Derby” pues se suponía que aún le quedaban asuntos que atender. –En ese momento se produjo un prolongado silencio. Octavio bebió de sopetón su sexta copa de vino, mientras que yo todavía no acaba la segunda. –Y qué pasó con el Padre Polidoro –le pregunté, esperando tener un final para la historia. –Eso es otro cuento –me dijo –por ahora lo único que debes tener claro es que este vino –y apuntó la botella vacía con forma de cantimplora –no es un verdadero Pinot Noir. Entonces me miró respetuoso, me dio un billete para pagar la botella, se puso el sombrero y me dijo que cada cierto tiempo le era necesario dormir. Entonces se marchó y me quedé sólo en la mesa de aquel comedor-vagón del tren. Luego me bebí la copa de vino y me quedé pensando si, al igual que Octavio, debía ir a descansar un rato o pedirle al mozo otra botella de ese falso vino Pinot.

miércoles, 5 de agosto de 2015

COMPAÑERO DE VIAJE



Trasunto de: poeta, loco y borracho


HASTA QUE EL TREN LLEGÓ A RANCAGUA, capital de la Sexta Región del País, fue un viaje más bien tranquilo. Había congelado un poco las ideas y los recuerdos de mi cabeza y solo me dedicaba a refrendar el paisaje nocturno. Frente mío no había pasajero alguno ya que muchos de ellos, debido a la espera eterna que se suscitó en la Estación, decidieron no viajar y que se les devolviese el dinero, por ende no tenía que fingir una sonrisa de falsa camaradería con nadie, ni verme obligado a intercambiar opiniones vanas, sobre el viaje, el tiempo, el cine, el fútbol, la familia o cualquier otro tema sin importancia con un total desconocido. Más aún, en un momento en el que lo último que deseaba era tener que entablar diálogo con alguien. 

La calma era absoluta y el silencio solo era asediado por el ruido que hacía el automotor. Sin embargo, a la altura de San Javier, mientras me fumaba un cigarrillo en la terraza que acoplaba los vagones, un bullicio socavó la paz que, hasta entonces, había en el vagón. Los curiosos de siempre, irguieron sus cabecitas tratando de dilucidar qué ocurría. En ese momento dos pasajeros, uno de ellos un poco borracho, mantenían una discusión, al parecer, por un asiento. Yo me acerqué, debido a la inercia del movimiento de la locomotora, a la puerta y comencé a poner oído a la absurda disputa que se sucedía dentro. El borracho le insistía al sobrio, un molesto funcionario público, que el asiento que este utilizaba le pertenecía a su amigo, un poeta o escritor que supuestamente lo acompañaba en su viaje y que nadie más que él lograba ver. –Mire –le decía el borracho al auxiliar del tren –con mi amigo subimos al vagón y dejamos nuestro equipaje allí –dijo apuntando al altillo que las hacía de maletero –después de que esperamos más de dos horas a que llegara la máquina, porque como usted se habrá dado cuenta, estos trenes siempre se atrasan y a uno no le queda otra que beber para hacer más amena la espera –señaló y cogió a tientas dos bolsos de mano –este es mío y este es de mi amigo –sostuvo el pasajero borracho –nosotros estábamos en el comedor bebiendo una botella de vino. Pero como no nos quedaba plata y aquí no nos dan fiado ¿ha pedido usted fiado? –Preguntó y se respondió a sí mismo –seguramente no, porque se nota que usted es persona honrada que no necesita anotarse a la cuenta de nada, y como nosotros también somos, aunque pobres, honestos, tuvimos que volver a buscar plata para comprar más vino. Y cuando llegamos acá, nos encontramos con que este señor –apuntó al servidor municipal –que ni siquiera ha tenido la cortesía de responder nuestro saludo, porque es un maleducado, estaba ocupando el asiento de mi amigo que, sabe usted quién es –preguntó y se respondió a si mismo adelantándose a una posible respuesta –no pues, cómo va a saber si usted no sabe nada de poesía y no puede reconocer a un poeta cuando lo tiene en frente –le dijo al auxiliar y al funcionario, ya un tanto desconcertados debido al desvarío del hombre que señalaba a un sujeto que ocupaba un espacio vacío –pero no le culpo, porque nadie puede reconocer algo que que no importa a nadie y déjeme decirle una cosa –el poeta aquí presente –volviendo a señalar al ser imaginario que supuestamente lo acompañaba –nos ha dado una valiosa lección diciéndonos que: “la poesía debe ser tan habitual como los juegos de la infancia, pues no significa nada si no admite que los hombres puedan crecer, conocerse y enamorarse, y que debe surgir de conversaciones cotidianas y estar sobre la mesa de la familia que se reúne cada domingo. Y que por ningún motivo debe ser un alarde de sapiencia, ni ser declamada frente a la elite cultural de las grandes ciudades, ni mucho menos venderse o publicarse en editoriales gangrenosas, ni escribirse con escupitajos, con fuegos forzados, con ademanes falsos o la detestable sátira de aquellos que quieren llamar la atención con ironías de bufón presumido y críticas infundadas al modelo que les da de comer de su propia mierda. La poesía –queridos servidores públicos –es la paz que logra encontrar quien escribe un poema, para que de ese modo quien un día la descubra sepa que hubo alguien que, por medio de las palabras, logró aceptarse a sí mismo. Un poema es mucho más que lo que los falsos herederos de la pluma pregonan. Un poema es una fruta madura que irremisiblemente cae del árbol mientras una niña se aprieta el vientre por el escozor de las mariposas que la invitan a dejar atrás la infancia. Un poema es un gallo al que luego de haberle amputado su pierna aún sigue anunciando la mañana, encaramado en lo más alto de la cerca. Un poema es la revelación del dolor que sobreviene al silencio, y es también la usual proeza del hombre que sobrevive a los días con una sonrisa. –Y como escribiera Teillier al poeta René Guy Cadou –agregó –“un poema debe ser leído por amigos desconocidos, en trenes (como éste), que siempre se atrasan”. Pero nadie sabe aquí –clamó en voz alta e interpelando a todos los pasajeros del vagón –Nadie –continuó luego de un breve silencio –nadie sabe lo que es un poema,… nadie ha remado en un canal de aguas tranquilas y silenciosas; nadie ha escuchado hablar al viento en medio de un paisaje que nos invita a la calma, nadie ha sabido apreciar las historias que contaron los muertos de otra época. Nadie, decididamente, sabe lo que es un poeta y como debería morir un poeta. A esta última frase (cita también al poeta de Lautaro) le sobrevino un irremisible silencio. Yo me quedé pensando, por un momento, en las palabras de aquel hombre que pasaba de lo absurdo y cómico hacia una reflexión personal, a través de la poesía, acerca del mundo que lo rodeaba. Lo miré de soslayo y en sus ojos, aunque despiertos, percibí la evidente nostalgia que contrajo, como un malestar crónico, conforme pasaron los años. La melancolía con que interpeló a los presentes dejaba entrever un dolor muy grande. Y a mí, de paso, su soledad como un surco de tierra que jamás volverá a ver crecer un árbol, me oprimió el corazón. 

Quizá fue todo a raíz de la angustia que me sobrevino desde el momento en que tomé la decisión de hacer este viaje. Y pese a que aquel hombre y yo, seguramente, no teníamos nada en común, una fuerza devastadora hizo que dejara de ser un simple observador y entrara al vagón para acercarme al lugar del entuerto y tratar de mediar en el conflicto. 

*** 

La situación se había hecho insostenible, tanto el auxiliar y el funcionario como el resto de los pasajeros, comenzaban a perder la paciencia con las divagaciones de aquel hombre borracho que, por lo demás, seguía insistiendo en que el asiento que utilizaba el servidor público le pertenecía a él y que el que se encontraba vacío en frente le pertenecía al joven e imaginario amigo poeta suyo. Para mayor complejidad del asunto, el funcionario público había perdido su ticket, hecho que lo hizo perder mucho más la paciencia, ante las arremetidas del ebrio y no poder demostrar que él tenía la razón. –Ve caballero –le decía el borracho al auxiliar –ahí se sabe que el hombre aquí presente está mintiendo, ni siquiera tiene su boleto –agregaba con una suerte de sorna, mientras el funcionario, exasperado, le propinaba reiterados insultos. El joven auxiliar, no sabiendo como mediar en la discusión, también comenzó a desesperarse. En ese momento me acerqué al lugar y me dirigí a los hombres en pugna. –Permítanme un momento –comencé diciendo –al parecer aquí ha habido un pequeño malentendido. Los tres me miraron de forma inquisidora. Yo tomé un ticket arrugado de mi bolsillo y se lo enseñé a los presentes diciendo –seguramente este es el boleto que el señor no logra encontrar –el funcionario me auscultó con un dejo de duda –lo acabo de encontrar tirado en el piso de la terraza que separa los vagones, mientras me fumaba un cigarrillo y ustedes trataban de solucionar su problema –agregué mientras le extendí el ticket al funcionario que comenzó a revisarlo por todos lados. –Este asiento no es mi número –atendió el servidor público, frunciendo el entrecejo. –No es el número del asiento donde está sentado en este momento –agregué –si no el que está frente al mío –señalé hacia el sector, al final del vagón, e indiqué dos asientos vacíos que se podían ver si uno levantaba un poco la vista y que estaban uno frente al otro. –Quizá el señor aquí presente –sostuve indicando al funcionario –se equivocó de asiento y basta con que se cambie –agregué con cierta ironía, mientras la gente, entre silbidos y gritos solapados, apoyaba mi intervención en el asunto –Por tanto, le sugiero que vuelva al lugar que le corresponde y lo invito a sentarse frente a mí para dar término, de una vez, al conflicto –sentencié. El borracho me miró con extrañeza, como descubriendo mi mentira conciliadora y luego, con cierta picardía, añadió –Les dije que el equivocado era el señor aquí presente, porque el asiento que está utilizando le pertenece a mi amigo… –Que amigo –alegó el funcionario antes que el hombre acabara la frase –usted es un loco y un borracho de mierda. –Señor, tranquilícese –profirió el auxiliar perdiendo los estribos. La solución es mucho más sencilla –expuse calmadamente y confirmando lo bien que me habían hecho las terapias sicológicas de mi juventud –frente a mí hay un asiento, muy cómodo por lo demás, vacío. De modo que reitero la invitación a que lo utilice, para que no tengan que seguir sosteniendo una discusión que no los llevará a nada bueno –dictaminé casi como un juez. El funcionario reflexionó durante unos instantes, luego se paró del asiento, cogió su maleta y caminó, sin decir palabra, hacia el fondo del vagón. A su vez, el hombre borracho, orgulloso de su triunfo, tomó posesión del trofeo, se arrellanó en el asiento y cerró los ojos con un dejo de espontánea felicidad y orgullo. El auxiliar me miró como queriendo decir –no hay caso con la gente loca –y se fue indignado del vagón. Yo, en tanto, me quedé durante unos segundos esperando alguna palabra del borracho que, instantáneamente, y como un bebé recién nacido se quedó dormido con la cabeza pegada al vidrio. Llevaba un sombrero alón de color marrón, como los que usan los hombres en las películas de gánster, una bufanda gris y una chaqueta azul marino. Sostenía, fuertemente en los brazos, un sobretodo obscuro que seguramente se había quitado a causa del calor que le causara la discusión y/o el consumo de vino. 

*** 

Cuando volví a mí asiento, el funcionario ya había tomado posesión del espacio y miraba, con cara de pocos amigos, a través de la ventana. Al sentarme frente a él, volteó la vista y solo se limitó a decir que aquel hombre no era más que un pobre borracho y un chalado. Me sentí un poco fatigoso y molesto frente a su declaración. Por lo demás, ni siquiera fue capaz de agradecerme el haberle solucionado el dilema. Pero me hice el loco y no dije nada al respecto. Su rostro era manifiesto de un agobio infinito. No sabría cómo explicarlo. Pero pertenecía a esa clase de hombres a los que la rutina les ha extirpado hasta los sentimientos. Hombres que en su fútil existencia no han experimentado ni una gota de ardor ni pasión por nada. Ante él, por un momento, me sentí inmensamente agradecido. Yo que, a mis treinta y cuatro años, había tenido la oportunidad de jugar al fútbol, viajar, ganar dinero y la posibilidad cierta de ser amado, me consideré, a pesar de todo, mucho más afortunado que tantos otros que ven pasar los años más preciados de sus vidas, frente al tedio y las sombras de la más hostil y precaria realidad que los envuelve, inútilmente. Pensaba en ello, cuando una nube de obscuridad comenzó a privar mi vista del entorno. Se sucedieron, entonces, imágenes vagas y diálogos confusos e inconscientes. Todos ellos, en un espacio indeterminado entre la realidad y la ensoñación, sacudieron mi cabeza antes de arrojarme al abismo. Mi cuello se desvaneció sobre mi hombro izquierdo y finalmente me dormí. 

*** 

Desconozco cuánto tiempo habrá pasado, lo mismo pude haber dormido durante semanas o apenas cinco minutos. Soñaba, o quizá solo lo imaginaba, que el tren se descarrilaba por culpa del borracho que sacaba de quicio al maquinista, cuando este mismo apareció frente a mí. Me sorprendí al verle. El funcionario roncaba, en tanto el borracho, quizá un poco más compuesto, me sugirió guardar silencio llevándose el dedo anular de la mano izquierda a los labios. Luego me hizo un gesto invitándome a que lo siguiese y echó a andar, pausada e instintivamente, en medio de la obscuridad que acechaba los rincones del vagón, cuyos pasajeros, en medio de los estentóreos ronquidos del funcionario público, hacían el intento de dormir. Yo, ante la posibilidad de que se fuera a producir otro altercado, me levanté y caminé, a tientas por el corredor del vagón, detrás de un sujeto que, hasta allí, me era absolutamente desconocido.

viernes, 17 de abril de 2015

AUTOMOTORES EN EXTINCIÓN


TENÍA CINCO AÑOS LA PRIMERA vez que subí a un automotor como el que partía rumbo a la Araucanía aquella noche. Fue durante un viaje que realizamos junto a mi madre y mi padre en el “Flecha del Sur”. Íbamos desde el viejo pueblo de Calihue, en la provincia de Callén, hasta Puerto Montt, en la provincia de Llanquihue. Eran las primeras vacaciones que se tomaba el Gringo en años, oí decir alguna vez a mí madre durante una breve conversación de día domingo. Serían también las últimas. Fue durante los primeros días del verano de 1960, los que coincidieron con los últimos traslados que iban a realizar los famosos trenes antes de ser dados de baja para siempre.

La segunda ocasión fue apenas un par de meses después, en una locomotora eléctrica conocida como la “Serpiente de Oro”. Eran los días finales de mayo del sesenta, tan solo una semana después de que un enorme y fatal terremoto golpeara a toda la costa de la zona sur del país, especialmente al pequeño poblado de Calihue. Entonces nos trasladábamos junto a mi madre a la casa del abuelo Erasmo en Villa Progreso, también llamado Pueblo Nuevo, en el pesado tren que fue autorizado para atravesar el viejo puente y trasladar a los damnificados lejos de la zona de la catástrofe. 

En la estación de Calihue mi padre nos despidió con la promesa de que pronto nos volveríamos a ver. Al menos esas fueron sus palabras, las que han tenido una extraña persistencia en mi memoria. Un doloroso eco. El puente que atravesaba el río se derrumbó momentos después de que la sobrecargada “serpiente de oro” pasara sobre él. De milagro el viejo viaducto, acostumbrados tan solo al paso de pequeños ramales, aguantó el peso de la locomotora y no nos fuimos al fondo del río también nosotros. En seguida le pregunté a mi madre, entre lágrimas, cómo es que mi padre cruzaría el río. Sofía no dijo ni media palabra, solo se limitó a persignarse y juntar las manos en dirección al cielo en señal de agradecimiento. Al llegar a la casa del abuelo insistí con la pregunta, a lo que mi madre respondió –vendrá en su barco,… llegará en menos de lo que canta un gallo, ya verás. Entonces lo imaginé con su cabello dorado al viento, timoneando un petrolero por los estuarios y anchos canales de la región, sonriendo y henchido de buenas esperanzas.

Finalmente el Gringo llegó, semanas más tarde, en un vapor pesquero y vestido con un traje de madera. Los adultos no me permitieron ver su rostro. Un resfrío mal cuidado, que luego se convirtió en una neumonía, lo agravó de manera fulminante. Murió la madrugada de un 24 de junio de 1960 a la edad de 59 años. Nadie supo explicarme los por qué de aquello. La muerte de mi padre terminó de sacudir de preguntas toda mi infancia. Que dormía, que se había ido al cielo o que sería mí ángel guardián, fueron las respuestas que me dieron. Al cabo de un tiempo, mientras iba creciendo, me fui olvidando de su rostro, de sus cabellos y de su sonrisa. La vida, como siempre, tenía que continuar.

***

La tercera vez no la recuerdo muy bien. Fue a mediados del setenta. El viaje, o más bien la huída, fue absolutamente fugaz e improvisada. Tengo apenas la certeza de que marchaba solo. Sin padre y sin madre. Solo contra todos. Solo contra el mundo y, a la vez, solo contra mí mismo. Apenas y acompañado del reflejo taciturno de alguien que, lo mismo, podría haber sido yo o cualquier otro. Me vi obligado a trasladarme, con apuro y como un reo, desde el Pueblo Nuevo (o Villa Progreso) hasta la ciudad de Concepción, con la intención de que me alejara de esas tierras, que mi madre decía malditas, para siempre. Al llegar a la provincia penquista, una prima de Sofía (que por entonces ya llevaba un par de semanas en Santiago cuidando de un joven retrasado y moribundo), me estaba esperando. Llegué a Concepción sumido en un caos y una tristeza absoluta. Todo alrededor mío hedía a sangre y a pólvora a causa de un hecho de suma violencia que habría de marcar para siempre a mi familia, concatenando, de paso, mi transición de la pre-adolescencia a la juventud de una enlutada y sombría manera.

Al subir al vagón, al momento en que la máquina echó a andar por los oxidados rieles de la vía férrea y, de paso, haciendo temblar los durmientes, comencé a pensar en aquel negro suceso. Entonces me vi a mismo sentado sobre la plataforma de la Estación de Trenes de la ciudad de Concepción esperando, profundamente triste y contrariado, a ser recogido por una completa desconocida. Esa tarde la tía Pascuala apareció en mi vida como una luz en medio de tantas sombras. Al verme, con la candidez que precedía a sus casi cuarenta años, me preguntó si acaso yo era Pedro. Al contestarle que sí me sonrió de la forma más dulce en que alguien pudiera sonreír a un alma en pena, luego cogió mi maleta, me tomó de la mano y nos perdimos en medio del rumor de la gente que circundaba los andenes. Yo venía en una especie de ensimismamiento profundo, aterido por las sombras que desde aquel día comenzaron a inundar mi cabeza. Sin embargo, al verla a ella, todo el mundo volvió a brillar de una forma cegadora y absurda. Luego de franquear el andén juntos, tomamos un bus y atravesamos el puente viejo con destino a Coronel, pueblo donde vivía junto a su esposo, el tío Rolando, y su hija, la prima Isabel. Con ellos viví durante casi dos años. Fueron entonces, ante la ausencia de Sofía (mi madre), a quien durante aquella época no veía más que en ocasiones, mi única familia. Fueron también, por aquel entonces y en especial la Tía Pascuala, un candil en mi obscuridad.

***

Mi cuarto viaje en una locomotora a punto de ser desguazada fue, precisamente, al marcharme de Coronel y abandonar, para siempre, a mis padres putativos. Fue una tarde de marzo del setenta y dos, una semana después de recibir una carta que llegó desde Santiago con una oferta proveniente del Palestino para comprar la mitad de mi pase al club Lota Shwager (equipo donde hice las inferiores).  

El tío Rolando, impulsor de mi carrera futbolística, fue el único que me acompañó hasta la Estación de trenes aquella tarde. La tía Pascuala, presa de la angustia, después de darme su bendición y tratando de contener las lágrimas, volteó hacia la artesa y, con la voz temblorosa, me dijo adiós, añadiendo un tibio –cuídate allá en la ciudad –mientras comenzaba a fregar una olla enhollinada con la pena que le sigue al dolor. Yo la ausculté, durante unos instantes, desde el dintel de la puerta de la cocina, esperando un abrazo de despedida que no llegó nunca. Todavía hoy, después de tantos años, conservo aquella imagen, clara en mi memoria. En tanto, la prima Isabel no tuvo ni siquiera el valor de verme partir y, desde el momento en qué supo que me marchaba hacia la capital, no hizo más que encerrarse en su habitación y llorar, desconsoladamente, como una adolescente enamorada.

***

Tenía 17 años recién cumplidos entonces. Aún era un menor de edad, por ende no podía tomar ninguna determinación sin antes pedir una autorización formal a mi madre. En el Club querían hacerme debutar lo antes posible, por lo que les urgía que los papeleos se realizaran con celeridad. Al llegar a Santiago me fui a vivir con Sofía y Santino, el joven retrasado, parapléjico y desahuciado del que mi madre cuidaba celosamente, casi como una forma de redención. Y aunque casi no compartía con ella, debido a que todo su tiempo y sus energías las depositaba sobre el enfermo terminal, de cierto modo, y aunque no lo demostrara, estaba feliz de tenerme cerca de ella, y pese a que no le gustaba mucho la idea de que yo iniciara una carrera como futbolista, no le quedó otra que aceptar mi decisión.

De ese modo, todavía siendo un adolescente y pese a no haber alcanzado a jugar ningún partido como profesional en el club donde me formé, firmé contrato con Palestino por tres temporadas. Aquello fue posible gracias a Don Servando Cáceres, un anciano cazatalentos que creía haber visto en mí un talento único. –El muchacho tiene la velocidad de Manuel Muñoz, la técnica de Enrique Hormazábal y el coraje de Jorge Robledo –le aseguraba a cuanto personaje del medio futbolístico nacional se cruzaba por su camino. El viejo veedor, tras verme anotar y eludir rivales en el Campeonato Regional Juvenil jugado el verano del 72 en el puerto de Talcahuano, se obsesionó conmigo. A todos les hablaba de su gran descubrimiento en la ciudad acerera y de mi prometedor futuro como futbolista profesional. De ese modo fue a dar con Néstor Isella, el nuevo técnico del recién ascendido Palestino, a quien, con su labia estilo JUMAR y su largo recorrido por las canchas del deporte de rey, convenció de que me considerara para formar parte del equipo tricolor. Una semana después de finalizado el regional jugado en la Octava Región, me enviaron un pasaje en tren con destino a la capital, más una carta solicitando que me presentara en las oficinas del club para reunirme con el técnico y la directiva. Fue así que, caducamente, sin mucho tiempo para reflexionar y con la posibilidad cierta de convertirme en jugador profesional, partí rumbo a la gran metrópoli. El viaje lo hice en el “rápido del Bío-Bío”, un automotor eléctrico que solía hacer traslados nocturnos entre Concepción-Santiago y que serían dados de baja a principios de los ochenta. 

El trayecto en sí lo recuerdo amoratado de tristeza. Por un lado, evocaba el enfado y la angustia de la tía Pascula, por otro el llanto de la prima Isabel, quien tan solo días antes me había declarado su inocente y juvenil amor y, por último, los buenos deseos del viejo tío Rolando quien, a pesar de su temple y fortaleza (adquirida por años como minero del pique Arenas Blancas), me despidió con un nudo en la garganta que me surcó la piel y me acompañó durante todo el viaje. 

***

A mi padre, como dije anteriormente, casi no le conocí. Murió cuando yo tenía apenas cinco años. De él solo conservo algunas menudas y sonrientes expresiones de su rostro, que en nada se parecía al mío, y el color dorado de sus cabellos. Por lo demás, mi madre hablaba muy poco del Gringo, como lo llamaban en el solitario pueblo de Calihue, y al evocarlo, muy de vez en cuando, solo ponía especial énfasis en que había sido un buen hombre. Se llamaba Elliot Giddings y fue un inmigrante inglés venido a menos que llegó a Chile siendo muy joven, durante los años veinte, en busca de buena fortuna. Mucho más no podía decir. Hasta entonces, mientras el tren con destino a Temuco dejaba atrás las luces de la ciudad de Santiago, no conocía mayores detalles de su vida y solo remembraba, con singular ternura, quizá las únicas imágenes suyas (a esa altura tan reales como ficticias) que conservaba en mi memoria. Esa noche, como una regresión hacia el pasado evoqué esas instantáneas de la infancia. Primero, la de aquel viaje que realizamos juntos a Puerto Montt en el legendario y desaparecido “Flecha del Sur”, y segundo, la de nuestra despedida en la estación de Calihue, el día de su incumplida promesa.

***

Esa noche, mientras los recuerdos pasados y aquellos que me inventaba de mi padre invadían mi cabeza y mientras el estruendo de la locomotora dejaba en silencio a los queltehues y tuiques del camino, me imaginé sentado sobre las piernas del Gringo, mirando su reflejo a través de la ventanilla del tren. Sereno, pálido, dorado y sonriente (tan diferente a mi rostro moreno e inquieto de la niñez). Ante aquella visión pensé que la vida siempre, por algún extraño motivo, tiene algo de cíclica. La verdad no sé por qué. Esa noche, como una paradoja más del destino, al igual que veintisiete años atrás, viajaba en solitario (sin padre y sin madre) a bordo de un automotor camino al cementerio de trenes.

miércoles, 15 de abril de 2015

ESTACIÓN CENTRAL


EL TREN CON DESTINO SANTIAGO-TEMUCO llevaba poco más de media hora de retraso cuando comencé a sentir la necesidad de suspender el viaje. Los nervios, gatillados por la espera, comenzaron a estremecerme por completo y un ardor, que luego devino en ahogos, se me ancló en el pecho y aceleró, de paso, mi frecuencia cardiaca provocándome una honda sensación de angustia. 

Aguardaba, en dicho trance, el tren que me habría de llevar hacia una suerte de encuentro con mi pasado más obscuro, cuando al poner mi mano derecha sobre el corazón para sentir la intensidad de mis latidos pensé en Janet Bellamy, la sicóloga deportiva que me diagnosticó el trastorno obsesivo-compulsivo que supuestamente padezco y a la que solía frecuentar durante mi estadía en la ciudad de Nottingham, cuando jugaba en el viejo club de las East Midlands. Al evocarla, de algún extraño modo, siempre lograba tranquilizarme. Su repaso en mi memoria era la medicina que ella misma me había recetado. En ese instante, anacrónico y sublime como un rayo que antecede a la tormenta, recordé el gesto reservado que hacía con sus labios cada vez que apuntaba algo en su libreta de anotaciones y lo nervioso que me ponía al momento en que, en un alarde de sensualidad, cruzaba las piernas dejando entrever levemente su ropa interior. A la mierda la ética de la siquiatría pensé una tarde antes de entrar en su consulta. Fue durante la quinta de nuestras sesiones. Entré de golpe, la tomé por la cintura y, con la misma tenacidad y entusiasmo con que trataba de eludir rivales dentro de la cancha, la estrellé contra su escritorio y cogí con fuerza sus caderas, rasgándole sus medias negras. En un principio opuso resistencia, pero al cabo de unos minutos se entregó por completo a mis mentiras, mis susurros y mis falsas promesas y acabamos haciendo el amor recostados en el mismo sofá donde sus pacientes solían contarle sus dramas existenciales. Esa primera tarde juntos, ella le pidió a su secretaria que cancelara el resto de sus citas y lo hicimos de todas las formas y posiciones que se le pudieron ocurrir. Parecía un huracán enjaulado al cual hacía tiempo nadie, ni siquiera de manera casual, había penetrado en lo más hondo e íntimo. Sin embargo, después de acabar por tercera vez (hecho que no fuera mérito mío en lo absoluto sino de ella), le sobrevino la angustia que, al parecer, nos provoca el placer de la carne y me pidió que no volviera a entrar en su consulta, pues yo no sería más su paciente. A pesar de eso, y a causa de mi insistencia, al cabo de un tiempo comenzamos a salir. De modo que, sin hacernos demasiadas preguntas, sin necesidad de penetrar en el origen de las palabras y sin comprometernos en la ironía absurda del romance, nos convertimos en exiguos compañeros de cuarto que, entre sexo tibio y caricias, se refugiaban de las frías nieves de Nottingham. 

Durante algún tiempo la relación fue bastante fluida y amena, sin embargo Janet comenzó a preocuparse en demasía por mí, casi como una madre. Quizá la causa fueran sus treinta y cinco años, en relación a mis juveniles veintidós. Solía darme consejos que, aunque yo jamás atendí, agradecía con desvelos de sexualidad que, al siguiente día, me hacían parecer un zombi en los entrenamientos y un fantasma en la cancha. Entonces no dejaba de tratarme, a pesar de haber censurado formalmente nuestras sesiones. Siempre estaba reconvinándome y dándome consejos. Frecuentemente charlábamos sobre mis problemas, los que por entonces tenían que ver con el peso que cargaba sobre mis hombros tras haber llegado a un club inglés de la segunda división siendo considerado como una de las mayores promesas jóvenes de Sudamérica y en si sería capaz de responder a las expectativas que había dejado en Chile, donde los periodistas malintencionados me elevaban a la altura de Toro, Sorrel, Rojas, Sánchez, Caszely, Ahumada y, principalmente, Robledo, quien fuera genio y figura en el Newcastle de los años cuarenta-cincuenta, a diferencia de mí que, a fines de la temporada 76-77, con el equipo a punto de ascender, no hacía más que calentar la banca. Y entretanto ocurría aquello, y mientras yo me iba hundiendo poco a poco en la vorágine de lo que me significaba no poder jugar al fútbol, ella incrementaba mi desesperación, mis frustraciones y mi vacío con su belleza, con su ternura, con su ardor apasionado y sus deseos de coger todo el tiempo. 

Por aquel entonces yo me acostaba con Janet de tres a cuatro veces por semana, solo porque yo ponía freno a sus impulsos con la excusa de las concentraciones (y porque, francamente, no era capaz de seguirle el ritmo). Y pese a sus incomensurables esfuerzos por animarme y sacarme adelante, estando con ella se incrementaron mis problemas de autoestima. Por un lado debía soportar la frustración de no poder rendir en un equipo extranjero, además de tener que hacerle frente a una relación que estaba acabando con todas mis energías. Por otra parte debía lidiar con la barrera cultural, xenófoba e idiomática que barría con nosotros los sudacas en Europa. Y además, en el corazón de la ciudad, debía batallar con la costumbre, la adaptabilidad y el desarraigo, mientras que en las calles debía soportar el frío y la angustia y en el lecho los fantasmas de la infancia y las delaciones de un pasado al que sabía que tendría que regresar algún día, un pasado poblado de obscuridad, sobre todo eso, de miedos y obscuridad.

***

Ya para el inicio de la temporada 77-78, Janet había desaparecido de mi vida. Poco tiempo después, leyendo una entrevista de McDermott en "The Sun", me enteré que estaba de novia con el entonces artífice y figura del Liverpool. Yo me alegré por ella y di vuelta la página. Del otro lado, había una extensa crónica que hablaba de las posibilidades de nuestro equipo en la presente temporada, reciés ascendidos. Por supuesto, nada auspiciosas. Sin embargo, la convicción que tenía nuestro entrenador, daba para pensar en grande. Fue, a partir de allí, que desaparecieron, por un tiempo, las sombras y, pese a ni siquiera ser parte de las primeras nóminas y pese a haber estado a punto de ser enviado a préstamo a otro equipo de segunda, logré concentrarme solo en el fútbol. Me había mentalizado en la idea de solamente jugar y demostrar el por qué había viajado hasta Inglaterra. Primero debía convencer al entrenador y darle prueba fehaciente de quién era y de cuánto valía. Todo dentro de la cancha. Luego debía seducir a la afición, para quienes no era más que un completo desconocido, para quienes no era más que un extranjero venido de un país sin nombre trazado por una línea en el mapa. Y por último, debía satisfacer a la prensa, que por entonces festinaba con la paradoja que les brindaba mi apellido versus mi apariencia. Fue un camino nada de fácil. La tarea fue ardua. Durante las primeras cinco fechas ni siquiera estuve en la nómina. Y ya para la sexta, cuando mi nombre: Pedro Giddings Sarmiento, por fin apareció en la lista, tuve que hacerle frente a un desafío mayor: el banco de suplentes. Donde me quedaba durante largos noventa minutos (que se hacían eternos), yerto y frío como un glaciar al extremo sur de la galaxia, clamando (silencioso) por una oportunidad, del mismo modo que la hinchada clamaba por los goles, que no llegaban, de su equipo. Esperando y esperando, herido en el orgullo, a que Taylor, el asistente técnico, me diera la tarjeta de ingreso. Fui paciente en lo inhumano. Paciente hasta en los huesos. Paciente en lo infinito. Hasta que la espera terminó y el dúo de ingleses me dio, mediado el suplemento en un crucial partido por la novena fecha del torneo, la oportunidad de entrar al campo. 

Aquella vez, momento tan esperado, cuando el técnico, mascullando mi apellido entre dientes antes de escupir el suelo, pidió mi ingreso, mi cuerpo comenzó a temblar, dejándome paralizado –Giddings, are you deaf, i told you to get in the field –repitió el asistente. Entonces no me quedó otra que ponerme en pie, tomar aire, persignarme tres veces, coger un puñado de pasto y entrar al Olimpo de los Dioses, al Palacio Divino, al templo Sagrado hecho ardid por la hinchada devota, al único sitio donde uno puede ser verdaderamente libre y donde no importa nada más que la unión celeste entre el hombre y el fútbol, únicas dos fuerzas vitales capaces de lograr el milagro, el uno, al golpear suavemente a la amada amante con su zurda ígnea, y el otro, por ser en sí mismo la fuerza sobrenatural que se libera en un orgasmo de frenesí cuando la pelota penetra la malla. Pero el azar es caprichoso, al menos eso dicen, y apenas pisé el césped comencé a tener fiebre, me puse en extremo ansioso y nervioso y me rodearon los viejos temores. Entonces hice un esfuerzo por recordar los consejos que me dio Janet antes de que comenzara a encamarse con otro. Y para cuando por fin lo logré y pude amortiguar con el pecho un cambio de frente de cincuenta metros, ocurrió la desgracia absoluta. No va más. El árbitro pitó el final del partido. Mejor suerte el domingo siguiente. Dos a uno el resultado final a favor nuestro, pero yo con suerte había tocado tres veces la pelota durante los casi veinte minutos que estuve en la cancha. Así que me quedé allí, mascando la rabia, medio absorto y silente, sin importarme ni siquiera la obtención de los puntos. Moralmente agobiado. Triste porque se me presentó la posibilidad de haber podido jugar y desolado porque lo había hecho de la peor forma. Y para colmo de todo aquello, la palmadita en la espalda del entrenador, como felicitándome por el esfuerzo realizado. 

Así se sucedieron, trasuntas del mismo escenario, las semanas siguientes, partido tras partido. Yo esperaba, primero, estar en la nómina y luego en la banca hasta que Taylor decía mi nombre, casi siempre a los 75 u 80 del suplemento. Y no entendía, no me explicaba por qué, a pesar de no rendir frutos, el entrenador, semana a semana, me seguía no solo citando sino que además me hacía ingresar los minutos finales de cada partido. No entendía por qué me seguía exponiendo, domingo a domingo, a tan doloroso trance. Hasta que un día, tras leer la sección deportiva del The Sun, lo comprendí todo. Había en el informativo de la mañana una nota escrita por un suspicaz periodista galés de apellido Aldrich (o Aldridge) que citaba así: “El Nottingham Forest, equipo que, en más de cien años de historia, jamás ha obtenido logros de gran relevancia, hoy se acerca a pasos agigantados a la obtención de su primer título de liga de la mano de un extraño amuleto venido del sur de mundo”. La nota publicada consiguió que los estadistas y los supersticiosos comenzaran a tratar de descifrar la extraña relación que había entre mis no convocatorias, mis nóminas y mis ingresos, con la posible obtención de un primer trofeo para los de las Tierras del Este. Lo cierto es que aquello había ocasionado una verdadera revolución en la ciudad. Las estadísticas del periódico decían que: “(…) durante las primeras cinco fechas, cuando el chileno no fue citado, el equipo empató en tres ocasiones, perdió en dos y no ganó ningún partido; cuando fue convocado y no ingresó, el equipo empató en tres ocasiones y no perdió ni ganó ningún ningún partido; en cambio, desde la novena fecha, los últimos once partidos en los que el muchacho ha ingresado al campo, durante los minutos finales, el equipo ha ganado, alcanzando un 100% de rendimiento. Estos números tienen al Nottingham Forest peleando la punta del torneo palmo a palmo con el Liverpool, y ha logrado que la hinchada, enfervorizada, se ilusione con que el equipo logre obtener su primer título de liga. Por supuesto, veremos si les alcanza con esta especie de amuleto, ya que aún queda mucho campeonato por recorrer”. Al leer el artículo, repleto de burla y de sorna hacia mí persona, saqué algunas cuentas alegres y comprobé que el cronista deportivo estaba casi en lo cierto. Para mí suerte, se había dado cuenta de ello el propio técnico. Y si bien yo no creo mucho en las supersticiones, era casi un hecho, y no una invención de los estadistas, que mí llegada a la ciudad de Nottingham no solo estaba plagada de misteriosas coincidencias, sino que además, mi sola presencia allí había producido algo extraordinario y asombroso en el club. Situación que me colocó en un pie de guerra distinto frente al técnico y la afición y me devolvió, esencialmente, la confianza que había perdido desde mi llegada a Inglaterra. Prueba de ello fue la conferencia de prensa que dio el entrenador, donde más que referirse a mí como un amuleto, hablaba de la entrega y las ganas que yo ponía cada vez que me tocaba jugar. De cómo metía y metía, de cómo acarreaba marcas, de cómo recibía patadas y jamás me arrojaba al suelo hasta que el arbitro pitaba la falta y de cómo revitalizaba al equipo porque nunca paraba de correr, cosas en las que ni yo mismo había reparado. 

Revitalizado con sus palabras y respaldado por el equipo, entonces traté de empezar a hacer lo que mejor sabía: jugar al fútbol. Me acordé de ello. Fue así que en el encuentro siguiente (posterior a la nota publicada y a la conferencia) contra al Aston Villa FC, válido por la fecha número veinte de la liga, el técnico, quizá al notar mis ganas de demostrarle a esos periodistas malignos quién era yo realmente, me hizo ingresar por primera vez como titular al campo. Show us Little boy –me dijo Brian, el controvertido estratega del club, antes de entrar a la cancha –y colocó su mano sobre mi hombro, en una señal unívoca de confianza. Los periodistas se volvieron locos. No podían entender los por qué de aquella determinación táctica. –Parece que Clough se tomó en serio lo del amuleto sudamericano. O ha comenzado a ser un estudioso de las estadísticas o llevará una pata de conejo en la chaqueta –fue lo más suave que dijeron –y Taylor tendrá un trébol de cuatro hojas, mire que apoyar tal determinación en un momento tan trascendental de la liga… está claro que el chico ha tenido un poco de suerte, pero de ahí a pensar que pueda soportar las exigencias de un partido completo y, además, tan vital para las pretensiones del Nottingham… claramente a esta dupla técnica se le están acabando las ideas. Se les ha obnubilado la vista, el chico mete ganas, pero no juega a nada –agregaban los tendenciosos. Sin embargo, a mí me resbalaron todas sus palabras. Aquella vez, solo me importaba salir a jugar. No recuerdo muy bien el día exacto. Me parece que fue entre fines de febrero o los primeros días de marzo del setenta y ocho. Recuerdo que, por más que habíamos metido, el partido se nos estaba yendo de las manos. La lucha con el Liverpool era muy reñida y apenas un punto nos separaba. Ellos habían caído tres por dos ante el Leeds United el día anterior, por lo que una eventual victoria ante los villanos, a dos semanas del duelo contra los Diablos Rojos, nos colocaría a nosotros, por primera vez, en la punta del torneo. Sin embargo, esa tarde estábamos cayendo por la mínima ante los londinenses, dejando escapar puntos vitales en la lucha por el trofeo. Si bien, el Nottignham contaba entre sus pergaminos algunos campeonatos obtenidos en el siglo XIX y a principios del siglo XX, cuando el fútbol aún era amateur, el equipo nunca había ganado algo a nivel profesional. Tal era la talla del equipo que, la temporada 76-77 (estando en segunda división) apenas y peleaba por ascender. En cambio, solo un año después, contra todo pronóstico, estaba peleando el título de la liga, mano a mano, con uno de los equipos más grandes de Inglaterra. El mérito de aquello, por supuesto, recaía en la dupla Clouhg-Taylor, técnico y asistente, quienes nos instaban a empujar constantemente, a no rendirnos nunca y a no dar pelota por pérdida. Ninguno de ellos, muy jóvenes por lo demás, creía en imposibles, y eso nos lo traspasaban a nosotros. Además, en su corta carrera, juntos ya habían logrado una gran proeza dirigiendo al Derby County, un equipo de medio-pelo que alzaron como campeón la temporada 72-73. Con el Nottingham, a tan solo un año de su ascenso, esperaban lograr el milagro. 

Esa tarde, a diez minutos del final del partido, comenzó a nevar. Ante dicha situación el árbitro podía suspender el compromiso, hecho que no nos convenía en lo absoluto, ya que perdíamos por la mínima y aún teníamos la esperanza de dar vuelta el marcador. Esa tarde yo me sentía capaz de todo. Incluso de aguantar la ventisca y los cinco grados bajo cero que congelaban mi cuerpo. Producto de ello, el técnico me mantuvo en la cancha durante los noventa minutos. Hecho que dio pie para que los periodistas se dieran un festín de burlas –Parece que Brian Clough mantiene al chileno en cancha a la espera del milagro. Nos sorprende su apego a las supersticiones –pregonaban a sus interlocutores. A él le valieron los comentarios artificiosos. De pie junto a la línea, no se cansó de animarnos en pos de alcanzar la victoria. A mí, al menos, me convenció con su arenga. Recuerdo que me aventuré en tres cuartos de cancha y comencé a encarar haciendo una diagonal mortífera por el sector izquierdo (el técnico, al no darle resultado por la banda diestra, probó que jugara con el perfil cambiado durante el segundo tiempo). Dejé a tres rivales en el camino hasta que un cuarto me frenó de una patada a la entrada del área. Yo caí dentro y el juez pitó penal a favor nuestro. En las gradas se produjo la algarabía total. Los nervios tenían sin entrañas a los hinchas. Robertson puso el balón en el punto penal. Y al pitazo del juez cambió su disparo potente y ajustado por el gol de la paridad parcial. Con el empate se conseguía el punto que nos igualaba en puntaje con el líder. Pero aún faltaba más. El equipo quería, a toda costa, la victoria y alcanzar la punta del torneo. Fue así, que metiendo y metiendo lo que restaba de encuentro, y a segundos del final, el propio Robertson envió un centro shoot que, por obra y gracia de Dios, fue a dar hasta mis pies. Debe haber sido uno de los goles más feos que convertí en mi carrera. Le pegué como venía y como pude. Entre canilla, muslo y rodilla. Ni siquiera lo recuerdo muy bien. Que importa. Solo sé que la pelota fue a dar al fondo del arco, que era el triunfo para el equipo, y que dicho triunfo nos ponía a la cabeza del torneo, mientras las tribunas del City Ground explotaban de un júbilo ensordecedor y victorioso. A partir de entonces, y aunque fue por un breve lapso de tiempo, yo comencé a ganarme un sitio en el equipo que alcanzaba la cima, luego de más de un siglo de decepciones. Por lo demás, no cabía duda de dos cosas: 1) al parecer yo era el talismán y 2) los ingleses, incluyendo a Brian, eran unos supersticiosos.

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Mientras recordaba todos estos sucesos de mi reciente pasado, mientras pensaba en Janet, en su entrepierna húmeda, y en mi paso por Inglaterra, el tren cumplió cincuenta minutos de retraso. La Estación Central, a esas horas de la noche, estaba repleta de gente que iba y venía, lo que me contrariaba aún más, debido al temor que me causaba el ser reconocido por algún viajero, y que este osara pedirme un autógrafo o una fotografía, o que me recordara el inesperado fin de mi carrera y me pusiera al día de mis fracasos. Miré el elegante reloj de péndulo que había en la plataforma. Faltaban diez minutos para las diez de la noche. En ese momento pensé en echar a “cara o sello” entre sumarme al alegato airoso en contra del Jefe-Estación o volver a casa, a la cómoda habitación de mi departamento en Huelen y posponer el viaje. Sin embargo, antes de arrojar al aire la moneda, un Automotor diesel AMZ hizo su estrepitoso ingreso a la estación. Era el tren con destino Santiago-Temuco que debía abordar. Por consiguiente, no me quedaba más que seguir esperando. El Jefe-Estación, en evidente estado de cólera debido a los reiterados reclamos de los pasajeros, fichó el horario de ingreso del tren, luego de interpelar al chofer por el retraso de la máquina, agregando que por culpa de ellos Ferrocarriles del Estado se iba a terminar de ir a la cresta, y reajustó el horario de salida del automotor. Entre tanto, la espera, el ajetreo, la tensión, los recuerdos, los viajeros que bandeaban por los andenes, el temor a ser reconocido, me hicieron entrar, nuevamente, en una especie de sopor, esta vez entremezclado con la angustia que me provocó ver a esa obstinada locomotora, envuelta en una nostalgia agobiante, negándose, por una eventual falla mecánica, a emprender el que sería su último viaje al sur.

A la espera de la salida definitiva del tren, me arrellané en una esquina del andén, tratando de ocultarme al interior de un sobretodo que suelo llevar a la usanza de antiguos marineros, cuando de pronto, una decena de carabineros irrumpió en la estación. Uno de ellos tomó a un joven por sorpresa y lo redujo en el piso con exagerada violencia. Ante lo sucedido, y en el acto, otros dos muchachos comenzaron a correr en medio del gentío. Uno de ellos me pasó a llevar, haciéndome retroceder algunos pasos. Sin embargo, la peor parte se la llevó el propio adolescente, que sucumbió ante mi todavía atlética musculatura, cayendo al suelo donde fue reducido, de inmediato, por otros dos policías que lograron darle alcance. El otro, más ágil que sus compañeros de correrías, si bien pudo librar algunos metros, fue derribado por un avezado héroe ciudadano en el momento en que este trató de internarse en el Terminal de Buses San Borja. En definitiva, fue toda una desgracia para los tres adolescentes que esa noche, en medio de las constantes tensiones políticas de la época, dormirían custodiados por los fríos barrotes de un calabozo. Todo por culpa de un collar de bisuterías que habían arrancado del cuello de una anciana. De cierto modo me sentí culpable de haber derribado, sin querer hacerlo, a uno de los adolescentes y haberle procurado su detención. Y aunque no sintiera un sentimiento real de empatía ante la situación que vivían esos tres muchachos, que para mí no eran más que delincuentes vulgares y comunes (más allá de las consignas revolucionarias que lanzaban al viento y que solo agravaban su situación), tuve un cierto dejo de espontánea tristeza en el momento en que los policías les dieron coercitivos golpes en el lomo, las piernas y la cabeza, antes de ingresarlos, esposados, a la yuta. 

Veinte minutos después, más sereno y habiéndome resignado a la eterna espera, el Jefe-Estación, con una hora y media de retraso, anunció por los alto-parlantes a los pasajeros del tren con destino Santiago-Temuco que había que abordar la máquina. La falla mecánica, un desajuste en el motor de tracción, fue reparada sin mayores problemas. Nada por qué preocuparse, dijeron. Ya era hora alegué para mis adentros, inhalé profundo el vaho húmedo que salía por mi boca a causa del frío, cogí, cuidadosamente, un pequeño bolso de mano, la maleta y abordé el tren deseando, a partir de ese momento, tener un viaje tranquilo.