Tengo la impresión de que lo he visto antes –me dijo, ya
sentados en el comedor-vagón del tren y con un ademán medio detectivesco, el
sujeto borracho por el cual tuve que interceder en el absurdo altercado que
este mantenía con un funcionario público. Luego el hombre pidió una botella de
vino y dos copas pequeñas, sin siquiera preguntarme si es que acaso yo bebía.
Un joven camarero nos destapó una botella de Pinot Undurraga (de esas que
parecen cantimploras de exploradores) y sirvió las copas, con la mano un tanto
temblorosa. Al terminar de llenarlas, dio media vuelta y se quedó extático
durante unos segundos. Luego, sonrojado y evidentemente nervioso, volteó hacia
nosotros nuevamente y, en un tono de sumiso respeto, me pidió un autógrafo. Yo,
sin saber qué decir y mayormente avergonzado, tomé la hoja de papel que el
muchacho sostenía en la mano y le dibujé, mientras trataba de sonreír
falsamente, una extraña firma acompañada de un número 29 (dorsal que utilicé en
casi todos los clubes donde jugué). El garzón me dio las gracias, me dijo que
era hincha de Palestino y caminó hacia la barra. Yo me sentí profundamente
extraño, pues nunca fui muy reconocido por el medio y por la gente y menos aún fui
dado a firmar autógrafos (hecho que lo atribuía más a los cantantes de baladas,
bandas de rock, actores o verdaderas leyendas del fútbol). El hombre que me
acompañaba me miró fijo y aseveró –ve caballero, no le había dicho yo que su
cara se me hacía conocida –Mi nombre es Octavio Morín Matus, jubilado Profesor
de Historia, mucho gusto –agregó extendiéndome su huesuda mano. Yo le devolví
el saludo –Mi nombre es Pedro Giddings, una vieja promesa del fútbol chileno,
el gusto es mío. –Yo más bien diría que, aparte de ser todavía un jovencito,
fue usted una certeza, amigo mío –atendió Octavio, como queriendo reprochar la
forma en que me presenté ante él. –Pero no voy a hablar mucho sobre ello, pues veo
que es un tema que le incomoda. Sin embargo –agregó –digan lo que digan los
medios y los periodistas deportivos, usted jugó en Inglaterra y además fue campeón
de Europa en dos ocasiones –señaló, con orgullo –y ello, no cualquiera puede
decirlo. A lo que yo respondí –es verdad que jugué un tiempo en Inglaterra,
donde fui parte del equipo que obtuvo la copa al final de la liga disputada en
el 78. Pero decir o alardear de que fui dos veces campeón de Europa me parece
exagerado, ya que apenas jugué dos partidos en la “Copa de Campeones” del 78 y
en la del 79 no fui parte ni siquiera de la nómina. –Pero eso se debió,
mayoritariamente, a la lesión que tuvo en su tobillo, porque a fin de cuentas
si formaste parte de aquel mítico North
County –agregó Octavio, al tanto de todos los pormenores de mi carrera.
–Con todo respeto Señor –respondí, un tanto enconado, al viejo profesor –casi siempre
he sido el más crítico conmigo mismo, incluso más que esos buitres que se
dedican al periodismo. Por tanto el hecho de que alguien más, en tono de
zalamería, halago, ironía o burla, haga un juicio de lo que yo viví y jugué en
Inglaterra, siendo que no estuvo ahí, no lo permito. –Salud –dijo Octavio, tratando
de apaciguarme un poco, –Entiendo su
molestia, y por lo mismo, atendiendo el proverbio “a buen entendedor pocas
palabras”, cambiaremos el tema de conversación –y se quedó callado llevando de
sopetón la copa de vino a su boca.
Mientras el hombre bebía recordé la última
vez que había firmado un autógrafo. Había sido hace poco más de tres años, a
finales de 1986, año en que el Magallanes se estaba yendo a la Segunda División
y yo le decía adiós, para siempre, al fútbol. Esa tarde perdimos con Palestino,
club que esa temporada le dio la pelea hasta el final, por el título de
campeonato, a Colo-Colo. Aquella tarde de derrota le hice una sorpresiva visita
a Sofía, a quien no veía desde hacía tiempo. Al llegar a casa, junto a una
joven y hermosa muchacha vestida con un delantal blanco y sentada a la mesa
tomando una taza de té, me encontré a una demacrada mujer, de rostro añoso,
cuerpo desganado y delgaducho, además de marcadas ojeras sobre y bajo los párpados
que cubrían sus ojos melancólicos. Se trataba de mi madre. No llevaba más que
un chaleco gris y un listón negro que amarraba su enmarañado y entrecano
cabello. Sofía tenía tan solo 54 años, pero parecía que eran muchos más los que
se habían colado por las grietas de su cuerpo y de su cara. Al verme ni
siquiera se levantó. Yo me acerqué y le di un beso en la frente. La muchacha,
llamada Javiera, era una joven estudiante de enfermería que hacía su práctica
profesional y ayudaba a mi madre a cuidar del retrasado parapléjico del que se
hacía cargo desde hacía más de quince años, y al cual lo había desahuciado en
los últimos meses. Me senté junto a mi madre y la muchacha que se presentó
tímidamente y continuó charlando con mi madre. Hablaban de algo que no
recuerdo. Algo trivial, sin mucho sentido. Quizá de la teleserie o del Sábado
Gigante, como era costumbre todavía por aquella época. Le dije a Sofía que la
notaba demasiado cansada, y ella me respondió, en tono de solemne reproche, que
para eso había contratado hace más de seis meses a Javiera. Yo me quedé en
silencio por un momento. La muchacha, al notar la incomunicación, me preguntó
en un tono dulce si acaso me quería tomar un café y comerme un trozo de tarta
que había hecho su abuela. Pese a que no suelo comer cosas dulces, no pude
resistirme a su expresión risueña y a sus buenos deseos. La muchacha vertió
agua caliente sobre una taza y rebanó un trozo de pastel. Yo la miré de reojo
mientras me daba la espalda. Tenía una figura delgada y atlética, piernas
largas y un cabello un tanto rizado y castaño claro. En ese momento se escuchó
el sonido de un tenue tintineo. Entonces Sofía se levantó, dejó su taza sobre
la mesa y fue hasta la pieza de Santos. Javiera, rápidamente, dejó la tarta y
el café sobre la mesa y siguió a mi madre. Me quedé solo en el comedor diario y
mientras comía el pastel me puse a sacar la cuenta de hace cuanto no veía a
Sofía. Ocho meses, dos semanas y cuatro días habían pasado desde la última vez
que nos vimos. Al pensar en eso sentí algo de angustia. En la televisión, que
no me había dado cuenta que estaba encendida, pasaban un reportaje sobre el
FPMR. Al cabo de un rato, mientras raspaba el plato y Javier Miranda hablaba de
las repercusiones políticas, a tres meses del atentado al General Pinochet,
Javiera reapareció en la cocina. Se había quitado ya el uniforme de trabajo.
Vestía un jeans ceñido a la cintura, una blusa de color verde agua y encima un
sweater de hilo de color blanco. Se veía estupenda. Me dijo que Santos quería
saludarme. Me levanté y fui hasta la pieza del parapléjico. Me quedé viéndolo
desde el dintel de la puerta. Sofía terminaba de acomodarle las almohadas. Lo
hacía con una dedicación mayor a la que una madre tiene por su bebé. Estaba por
comenzar el resumen deportivo en las noticias y el postrado quería que lo
viéramos juntos.
Siempre que recuerdo a Santos me viene a la
memoria un aroma mezcla de carne en descomposición, pus, sangre, mierda y
orina. Entonces recordé la razón de por qué iba cada vez menos a casa. No sabía
(nunca supe) como enfrentarme a ese cadáver en vida que, por alguna razón, me
idolatraba tanto. Y mucho menos, soportaba el hecho de ver a mi madre acabar
con los últimos años de su vida, dedicándolos al cuidado de un postrado,
retrasado, huérfano y desahuciado. Javiera ya iba de salida, por lo que tuve
que desmarcarme de la invitación que me había hecho Santos. No quería perder la
oportunidad de acercar a la linda muchacha hasta su casa. Le dije a Santos que
debía irme en ese momento, que otro día vendría a verlo. Él se puso triste, y
yo, para aliviar su pena, tuve que pensar en una jugada de fantasía. –Espérame
Javiera, si quieres yo te acerco –le dije a la muchacha desde la habitación del
enfermo. Luego saqué una camiseta del Club y se la obsequié a mi más acérrimo
admirador. Sus ojos le brillaron y me dijo que Magallanes había tenido mala
suerte el domingo, que yo había jugado muy bien y que seguro nos salvaríamos
del descenso, o eso creo haber escuchado, ya que estaba más preocupado de que
no se me escapara la jovencita. Me despedí de él apretándole su mano quieta e
inútil, pero antes me pidió que cogiera un lápiz desde su velador y que le
escribiera una dedicatoria en la camiseta: “a Santos con cariño, P. Giddings
29” fue lo que se me ocurrió rayarle en el dorso, casi automatizadamente, como
cuando cantantes, actores, escritores, futbolistas y una manga de huevones que
se creen más importantes que nosotros nos firman algo. Rápidamente me despedí
de mi madre y salí a la calle detrás de Javiera, quien parecía estar huyendo de
mí. –Te puedo acercar si quieres –le reiteré desde la entrada de la casa. –Creo
que no vamos en la misma dirección –señaló. A lo que yo respondí que cómo podía
saberlo. La muchacha me dijo que iba hacia la periferia sur de la ciudad y ella
sabía que yo vivía en el centro, por tanto me alejaría mucho de mi destino si
la acercaba a ella. Pensé en que si ella sabía aquello, era porque quizá Sofía
se lo había dicho y fantaseé con la idea de que, durante los últimos seis meses,
ella estaba esperando el momento de conocerme, pero luego pensé que si sabía
aquello sería muy probable que también estuviera al tanto de mi situación
sentimental actual. Le dije que la acercaría con gusto ya que, supuestamente,
debía conducir hacia allá mismo porque tenía que pasar a atender un asunto del
club (hecho que era completamente falso). Si es así, le agradezco que me lleve
–me dijo con una expresión de espontáneo respeto, a lo que yo respondí,
charlatanamente –no es necesario que me trates de usted. En ese instante, al
interior de la casa, Sofía le colocaba la camiseta del Magallanes a Santos
quien, a pesar de que le quedaba enorme, se puso muy feliz con mi regalo. Luego
mi madre salió del cuarto de mi fanático número uno y se sentó en una silla del
comedor diario. Su taza de té estaba fría. Palestino, que derrotó por 2-1 a
Magallanes, no le pierde pisada a Colo-Colo, líder del campeonato, anunciaba uno
de los titulares del noticiario deportivo. Le abrí la puerta de mi Datsun a Javiera, eché a andar el automóvil
y tomé la calle principal. Sofía, desde adentro de la casa y, luego de repasar
sus últimos años de vida, se puso a llorar. Me parece que fue la única vez que
lo hizo.
***
Sabías que este vino no es un Pinot –escuché decir, como un sonido de
ultratumba, al hombre que estaba sentado frente a mí en una mesa del
vagón-comedor del retrasado tren destino Santiago-Temuco. No sé cuánto rato
habré estado absorto en mi mismo, pero Octavio logró persuadirme y sacarme del
trance con su comentario. Entonces me di cuenta de que ni siquiera había tocado
la copa de vino y bebí un buen sorbo. El profesor me quedó mirando con cara de
expectación y como de pregunta –Se da cuenta –añadió –este vino no es Pinot –y luego comenzó a contarme
historias sobre las mejores cepas y mostos del sur de Francia y de cómo, cuando
se preparaba para la Primera Comunión, le robaba, junto a su hermano y un amigo
de su pueblo, los vinos que un tal Padre Polidoro reservaba para la misa del
día domingo. Me contaba que siempre lo hacían leso, hasta que a su amigo se le
ocurrió rellenar las vasijas con agua porque el Padre había comenzado a medir,
milimétricamente, cada botella de vino ante la sospecha de que algún pillo se
lo estaba hurtando. –El día que se dio cuenta de ello –comenzó a contarme
Octavio –antes de comenzar la misa amenazó a sus catequistas con irse al infierno,
no por robarle sino por haber tenido la bravura de arruinar una de las mejores
cepas de Francia al mezclarla con agua. Después de eso –agregó con una cuota de
humor –el Padre Polidoro comenzó a guardar los vinos bajo siete llaves, por lo
que solo nos quedaba una forma de llegar hasta ellos: El día de la misa. Por
eso fue que Iván, mi hermano, Carlos, mi amigo, y yo nos ofrecimos a ser los
sacristanes y ayudar al Padre Polidoro. Una de las tareas era la de entregar el
cáliz y sostener la bandeja con las hostias. Por lo que los tres nos turnábamos
para sostener el recipiente de vino destinado para los feligreses, movidos por
el deseo de sentir su aroma y con la esperanza de poder bebernos las sobras de
este. Por suerte siempre sobraba bastante, ya que la mayoría de los asistentes
a la misa eran las mujeres y ancianas del pueblo, para las cuales no era bien
visto el beber en público, mientras que los hombres que acudían, no eran más
que una manga de cínicos que no iban a beber vino del mismo vaso que alguien de
menor estrato social que ellos. Así que suerte para nosotros que nos podíamos
beber, a veces, un cáliz repleto de vino. Sin embargo, al cabo de un tiempo,
hicimos tan bien nuestro trabajo como sacristanes que el Sacerdote comenzó a
congraciar con nosotros y era él quien, después de la misa, nos ofrecía una
cañita de los mejores de sus mostos. –No todos los sacerdotes son tan malos
–pensé para mis adentros mientras oía la historia del profesor –Y para el día
de nuestra Primera Comunión –continuó Octavio –el Padre Polidoro nos obsequió, a
Carlos, a Iván y a mí, una botella de Pinot
Noir, venida desde la mismísima región de Borgoña en Francia, a cada uno. Ese
mismo día, junto a Carlos e Iván nos bebimos, a escondidas, las tres botellas.
Era la primera vez que yo me emborrachaba. Iván ya lo había hecho antes y para
Carlos fue la primera y la última. Fue en plena fiesta de nuestra Comunión y
fue imposible pasar desapercibidos ya que, al tercer vaso, nos andábamos
cayendo solos a causa del mareo y la embriaguez. –No te imaginas el sermón que
nos dieron los adultos –me dijo Octavio como evocando el mismo día que aquello
ocurriera –Más encima Carlos, ante la presión, le dijo a su madre que había
sido el propio sacerdote quien nos había obsequiado las botellas, por lo que
aquello se convirtió en un escándalo de proporciones en el pueblo. Tanto así
que las familias más conservadoras pidieron la destitución de las funciones del
Padre y le enviaron una carta al Vaticano mismo señalando que aquel hombre no
estaba capacitado para ser un proclamador del Evangelio del Señor. El Padre
Polidoro tuvo que pedir disculpas públicas en la misa del domingo siguiente y
por suerte el griterío de los conservadores no alcanzó para que fuera
destituido del cargo en ese momento, pero fue tanto su enojo para con nosotros
que ni siquiera tuvo un sermón para darnos. En casa, frente a mis padres, Iván,
que era casi tres años mayor que yo, se echó toda la culpa por lo acontecido,
de modo que mi castigo fue reducido en comparación al de él. Mientras que a
Carlos, además de ser castigado por seis meses, le prohibieron juntarse con
nosotros, puesto que se nos consideraba, sobretodo a Iván, una mala influencia.
De modo que, durante mucho tiempo, ni siquiera en la escuela se acercó a
saludarnos por miedo a los regaños de sus estructurados padres ingleses. Tiempo
después –prosiguió Octavio –ante los asedios de los grupos más conservadores el
Padre Polidoro, que además de jesuita era progresista, decidió abandonar el
pueblo. En ese momento todos los que nunca iban a misa pero que le conocían y
eran amigos de él decidieron alzar la voz en contra de tan arbitrarias
determinaciones. El asunto casi se vuelve una guerra civil entre quienes
apoyaban al sacerdote y quienes no. Te hablo de los años cuarenta –puso énfasis
Octavio –en pleno Gobierno de González Videla. –Y yo cuestioné mi ignorancia,
por no tener ni la menor idea de quién era o qué había hecho tal sujeto como
para que Octavio lo mencionara en su relato. Nosotros, con mi hermano, pensamos
que todo era culpa nuestra. Por lo que Iván me dijo que era determinante que
hiciéramos algo para que el Padre no se fuera. Iván, como siempre tan ingenioso
y suspicaz, ya tenía un plan en mente –continúo el profesor diciendo –y Carlos
era quien debía ayudarnos a conseguir aquello. Así que esa misma noche fuimos
hasta su casa, entramos por la ventana de su cuarto sin que su madre nos viera
y lo persuadimos de que nos ayudara a conseguir la mejor botella de vino que su
padre tuviera en su cantina. Nos costó convencerlo, sin embargo no tuvo de otra
que aceptar ya que nosotros le hicimos ver que él había sido uno de los
principales responsables de que el Padre tuviera que abandonar el pueblo, ya
que no había sido capaz de mantener la boca cerrada. El plan era esperar a que
su padre regresara de la cantina, ya de madrugada, y esperar a que se durmiera
para robarle las llaves e ir hasta allá y tomar la mejor botella de vino del
local, para después obsequiársela al Padre como una forma de redimirnos y para
rogarle que no se fuera. Cerca de las tres de la madrugada llegó el papá de
Carlos. Esperamos un rato a que comenzara a roncar, como nos había dicho
nuestro amigo que iba a suceder, y fuimos por las llaves de la cantina. Carlos
no quería acompañarnos por lo que, nuevamente, tuvimos que exigirle que
empezara a comportarse como un hombre, mal que mal, ya teníamos 11, 12 y 14
años respectivamente. Nos escabullimos los tres entonces. Las calles del pueblo
estaban oscuras y en completo silencio. Nada se oía, salvo el lastimero aullido
de un perro y el canto que hizo un gallo para señalarnos la vigilia. Llegamos
al local del padre de Carlos, más conocido como “El Derby”. Entramos lo más
silenciosamente que pudimos, pero tamaña fue nuestra sorpresa al ver que aún
había gente al interior del bar. Y no personas cualquiera. Entre los
nocherniegos parroquianos que, a puertas cerradas disfrutaban de los goces de
la bebida, se encontraba nuestro padre que, siendo de los comunistas antiguos
(de esos que cantaban “La Internacional” con la mano en el corazón), jamás
habría permitido que sus hijos robaran algo. Además estaba Namuncurá, un líder
cacique de la zona, Miguel Molina, nuestro profesor jefe, Khalil Sepehri, un
comerciante de textiles muy amigo del padre de Carlos, y, además, estaba junto
a ellos, el propio Padre Polidoro. Al vernos, su expresión (sobretodo la de nuestro
padre y la del sacerdote) fue de desconcierto. Pero luego de unos segundos, y
después de recibir los golpes que nos dio nuestro padre, los gritos y regaños
no se hicieron esperar. Por lo que el Padre tuvo que interceder, calmando a
nuestro papá y apaciguando un poco las aguas. Luego, más calmo todo, nos exigió
una explicación por lo que estábamos haciendo. En ese momento yo me sobaba la
oreja izquierda, al borde del llanto, luego del correctivo golpe de mi padre.
Carlos, a pesar de que nadie le había puesto una mano encima, lloraba
anticipado, sabiendo que su padre lo iba a castigar, quizá por un año entero.
Mientras que Iván, luego de aguantar, estoico, los golpes de nuestro padre, dio
paso a la explicación que el sacerdote nos pidió que le diéramos. Fue muy
honesto en su relato y se acusó como el principal responsable de la idea de
robar un vino al papá de Carlos para obsequiarlo al Padre Polidoro para que los
perdonara y no tuviera que marcharse del pueblo. Aquella acción, si bien
deslegitimada pero con un trasfondo noble, no dejó indiferente a ninguno de los
hombres allí presentes. Todos convinieron en que nuestra inocencia era la culpa
de nuestras torpes acciones. Quizá recordaron cuando eran niños, quien sabe.
Además el trago suele ponernos nostálgicos y ablandarnos el corazón. El Padre
Polidoro nos pidió disculpas por habernos hecho pensar que él se iba por culpa
de nuestra, pero nos explicó que las razones de su partida eran mucho más
profundas, y más bien tenían que ver con marcadas diferencias políticas con el
sector más conservador del pueblo. Cosas que por ese tiempo no nos interesaban
ni mucho menos entendíamos. Mi padre tomó las llaves de automóvil y nos llevó a
casa, pero antes pasó a dejar a Carlos, quien no daba más de la preocupación. Sin
embargo, antes de que nuestro amigo bajara del auto, mi padre le dijo que se
estuviera tranquilo, ya que el dueño del “Derby” no se enteraría de nuestra
proeza nocturna, al menos por ahora. Luego nos dejó a nosotros en casa, y antes
de que bajáramos nos sugirió no hacer mucho ruido para que nuestra madre no
despertara y nos descubriera, ni a nosotros ni a él. Además nos dijo que no nos
preocupáramos por el Padre Polidoro, que él no iba a permitir por ningún motivo
que se fuera. Todo con tal de darle la pelea a los que él consideraba un montón
de burgueses hipócritas y fascistas. Luego se marchó por el mismo camino en
dirección hacia “El Derby” pues se suponía que aún le quedaban asuntos que
atender. –En ese momento se produjo un prolongado silencio. Octavio bebió de
sopetón su sexta copa de vino, mientras que yo todavía no acaba la segunda. –Y
qué pasó con el Padre Polidoro –le pregunté, esperando tener un final para la
historia. –Eso es otro cuento –me dijo –por ahora lo único que debes tener
claro es que este vino –y apuntó la botella vacía con forma de cantimplora –no
es un verdadero Pinot Noir. Entonces
me miró respetuoso, me dio un billete para pagar la botella, se puso el
sombrero y me dijo que cada cierto tiempo le era necesario dormir. Entonces se
marchó y me quedé sólo en la mesa de aquel comedor-vagón del tren. Luego me
bebí la copa de vino y me quedé pensando si, al igual que Octavio, debía ir a
descansar un rato o pedirle al mozo otra botella de ese falso vino Pinot.