viernes, 17 de abril de 2015

AUTOMOTORES EN EXTINCIÓN


TENÍA CINCO AÑOS LA PRIMERA vez que subí a un automotor como el que partía rumbo a la Araucanía aquella noche. Fue durante un viaje que realizamos junto a mi madre y mi padre en el “Flecha del Sur”. Íbamos desde el viejo pueblo de Calihue, en la provincia de Callén, hasta Puerto Montt, en la provincia de Llanquihue. Eran las primeras vacaciones que se tomaba el Gringo en años, oí decir alguna vez a mí madre durante una breve conversación de día domingo. Serían también las últimas. Fue durante los primeros días del verano de 1960, los que coincidieron con los últimos traslados que iban a realizar los famosos trenes antes de ser dados de baja para siempre.

La segunda ocasión fue apenas un par de meses después, en una locomotora eléctrica conocida como la “Serpiente de Oro”. Eran los días finales de mayo del sesenta, tan solo una semana después de que un enorme y fatal terremoto golpeara a toda la costa de la zona sur del país, especialmente al pequeño poblado de Calihue. Entonces nos trasladábamos junto a mi madre a la casa del abuelo Erasmo en Villa Progreso, también llamado Pueblo Nuevo, en el pesado tren que fue autorizado para atravesar el viejo puente y trasladar a los damnificados lejos de la zona de la catástrofe. 

En la estación de Calihue mi padre nos despidió con la promesa de que pronto nos volveríamos a ver. Al menos esas fueron sus palabras, las que han tenido una extraña persistencia en mi memoria. Un doloroso eco. El puente que atravesaba el río se derrumbó momentos después de que la sobrecargada “serpiente de oro” pasara sobre él. De milagro el viejo viaducto, acostumbrados tan solo al paso de pequeños ramales, aguantó el peso de la locomotora y no nos fuimos al fondo del río también nosotros. En seguida le pregunté a mi madre, entre lágrimas, cómo es que mi padre cruzaría el río. Sofía no dijo ni media palabra, solo se limitó a persignarse y juntar las manos en dirección al cielo en señal de agradecimiento. Al llegar a la casa del abuelo insistí con la pregunta, a lo que mi madre respondió –vendrá en su barco,… llegará en menos de lo que canta un gallo, ya verás. Entonces lo imaginé con su cabello dorado al viento, timoneando un petrolero por los estuarios y anchos canales de la región, sonriendo y henchido de buenas esperanzas.

Finalmente el Gringo llegó, semanas más tarde, en un vapor pesquero y vestido con un traje de madera. Los adultos no me permitieron ver su rostro. Un resfrío mal cuidado, que luego se convirtió en una neumonía, lo agravó de manera fulminante. Murió la madrugada de un 24 de junio de 1960 a la edad de 59 años. Nadie supo explicarme los por qué de aquello. La muerte de mi padre terminó de sacudir de preguntas toda mi infancia. Que dormía, que se había ido al cielo o que sería mí ángel guardián, fueron las respuestas que me dieron. Al cabo de un tiempo, mientras iba creciendo, me fui olvidando de su rostro, de sus cabellos y de su sonrisa. La vida, como siempre, tenía que continuar.

***

La tercera vez no la recuerdo muy bien. Fue a mediados del setenta. El viaje, o más bien la huída, fue absolutamente fugaz e improvisada. Tengo apenas la certeza de que marchaba solo. Sin padre y sin madre. Solo contra todos. Solo contra el mundo y, a la vez, solo contra mí mismo. Apenas y acompañado del reflejo taciturno de alguien que, lo mismo, podría haber sido yo o cualquier otro. Me vi obligado a trasladarme, con apuro y como un reo, desde el Pueblo Nuevo (o Villa Progreso) hasta la ciudad de Concepción, con la intención de que me alejara de esas tierras, que mi madre decía malditas, para siempre. Al llegar a la provincia penquista, una prima de Sofía (que por entonces ya llevaba un par de semanas en Santiago cuidando de un joven retrasado y moribundo), me estaba esperando. Llegué a Concepción sumido en un caos y una tristeza absoluta. Todo alrededor mío hedía a sangre y a pólvora a causa de un hecho de suma violencia que habría de marcar para siempre a mi familia, concatenando, de paso, mi transición de la pre-adolescencia a la juventud de una enlutada y sombría manera.

Al subir al vagón, al momento en que la máquina echó a andar por los oxidados rieles de la vía férrea y, de paso, haciendo temblar los durmientes, comencé a pensar en aquel negro suceso. Entonces me vi a mismo sentado sobre la plataforma de la Estación de Trenes de la ciudad de Concepción esperando, profundamente triste y contrariado, a ser recogido por una completa desconocida. Esa tarde la tía Pascuala apareció en mi vida como una luz en medio de tantas sombras. Al verme, con la candidez que precedía a sus casi cuarenta años, me preguntó si acaso yo era Pedro. Al contestarle que sí me sonrió de la forma más dulce en que alguien pudiera sonreír a un alma en pena, luego cogió mi maleta, me tomó de la mano y nos perdimos en medio del rumor de la gente que circundaba los andenes. Yo venía en una especie de ensimismamiento profundo, aterido por las sombras que desde aquel día comenzaron a inundar mi cabeza. Sin embargo, al verla a ella, todo el mundo volvió a brillar de una forma cegadora y absurda. Luego de franquear el andén juntos, tomamos un bus y atravesamos el puente viejo con destino a Coronel, pueblo donde vivía junto a su esposo, el tío Rolando, y su hija, la prima Isabel. Con ellos viví durante casi dos años. Fueron entonces, ante la ausencia de Sofía (mi madre), a quien durante aquella época no veía más que en ocasiones, mi única familia. Fueron también, por aquel entonces y en especial la Tía Pascuala, un candil en mi obscuridad.

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Mi cuarto viaje en una locomotora a punto de ser desguazada fue, precisamente, al marcharme de Coronel y abandonar, para siempre, a mis padres putativos. Fue una tarde de marzo del setenta y dos, una semana después de recibir una carta que llegó desde Santiago con una oferta proveniente del Palestino para comprar la mitad de mi pase al club Lota Shwager (equipo donde hice las inferiores).  

El tío Rolando, impulsor de mi carrera futbolística, fue el único que me acompañó hasta la Estación de trenes aquella tarde. La tía Pascuala, presa de la angustia, después de darme su bendición y tratando de contener las lágrimas, volteó hacia la artesa y, con la voz temblorosa, me dijo adiós, añadiendo un tibio –cuídate allá en la ciudad –mientras comenzaba a fregar una olla enhollinada con la pena que le sigue al dolor. Yo la ausculté, durante unos instantes, desde el dintel de la puerta de la cocina, esperando un abrazo de despedida que no llegó nunca. Todavía hoy, después de tantos años, conservo aquella imagen, clara en mi memoria. En tanto, la prima Isabel no tuvo ni siquiera el valor de verme partir y, desde el momento en qué supo que me marchaba hacia la capital, no hizo más que encerrarse en su habitación y llorar, desconsoladamente, como una adolescente enamorada.

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Tenía 17 años recién cumplidos entonces. Aún era un menor de edad, por ende no podía tomar ninguna determinación sin antes pedir una autorización formal a mi madre. En el Club querían hacerme debutar lo antes posible, por lo que les urgía que los papeleos se realizaran con celeridad. Al llegar a Santiago me fui a vivir con Sofía y Santino, el joven retrasado, parapléjico y desahuciado del que mi madre cuidaba celosamente, casi como una forma de redención. Y aunque casi no compartía con ella, debido a que todo su tiempo y sus energías las depositaba sobre el enfermo terminal, de cierto modo, y aunque no lo demostrara, estaba feliz de tenerme cerca de ella, y pese a que no le gustaba mucho la idea de que yo iniciara una carrera como futbolista, no le quedó otra que aceptar mi decisión.

De ese modo, todavía siendo un adolescente y pese a no haber alcanzado a jugar ningún partido como profesional en el club donde me formé, firmé contrato con Palestino por tres temporadas. Aquello fue posible gracias a Don Servando Cáceres, un anciano cazatalentos que creía haber visto en mí un talento único. –El muchacho tiene la velocidad de Manuel Muñoz, la técnica de Enrique Hormazábal y el coraje de Jorge Robledo –le aseguraba a cuanto personaje del medio futbolístico nacional se cruzaba por su camino. El viejo veedor, tras verme anotar y eludir rivales en el Campeonato Regional Juvenil jugado el verano del 72 en el puerto de Talcahuano, se obsesionó conmigo. A todos les hablaba de su gran descubrimiento en la ciudad acerera y de mi prometedor futuro como futbolista profesional. De ese modo fue a dar con Néstor Isella, el nuevo técnico del recién ascendido Palestino, a quien, con su labia estilo JUMAR y su largo recorrido por las canchas del deporte de rey, convenció de que me considerara para formar parte del equipo tricolor. Una semana después de finalizado el regional jugado en la Octava Región, me enviaron un pasaje en tren con destino a la capital, más una carta solicitando que me presentara en las oficinas del club para reunirme con el técnico y la directiva. Fue así que, caducamente, sin mucho tiempo para reflexionar y con la posibilidad cierta de convertirme en jugador profesional, partí rumbo a la gran metrópoli. El viaje lo hice en el “rápido del Bío-Bío”, un automotor eléctrico que solía hacer traslados nocturnos entre Concepción-Santiago y que serían dados de baja a principios de los ochenta. 

El trayecto en sí lo recuerdo amoratado de tristeza. Por un lado, evocaba el enfado y la angustia de la tía Pascula, por otro el llanto de la prima Isabel, quien tan solo días antes me había declarado su inocente y juvenil amor y, por último, los buenos deseos del viejo tío Rolando quien, a pesar de su temple y fortaleza (adquirida por años como minero del pique Arenas Blancas), me despidió con un nudo en la garganta que me surcó la piel y me acompañó durante todo el viaje. 

***

A mi padre, como dije anteriormente, casi no le conocí. Murió cuando yo tenía apenas cinco años. De él solo conservo algunas menudas y sonrientes expresiones de su rostro, que en nada se parecía al mío, y el color dorado de sus cabellos. Por lo demás, mi madre hablaba muy poco del Gringo, como lo llamaban en el solitario pueblo de Calihue, y al evocarlo, muy de vez en cuando, solo ponía especial énfasis en que había sido un buen hombre. Se llamaba Elliot Giddings y fue un inmigrante inglés venido a menos que llegó a Chile siendo muy joven, durante los años veinte, en busca de buena fortuna. Mucho más no podía decir. Hasta entonces, mientras el tren con destino a Temuco dejaba atrás las luces de la ciudad de Santiago, no conocía mayores detalles de su vida y solo remembraba, con singular ternura, quizá las únicas imágenes suyas (a esa altura tan reales como ficticias) que conservaba en mi memoria. Esa noche, como una regresión hacia el pasado evoqué esas instantáneas de la infancia. Primero, la de aquel viaje que realizamos juntos a Puerto Montt en el legendario y desaparecido “Flecha del Sur”, y segundo, la de nuestra despedida en la estación de Calihue, el día de su incumplida promesa.

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Esa noche, mientras los recuerdos pasados y aquellos que me inventaba de mi padre invadían mi cabeza y mientras el estruendo de la locomotora dejaba en silencio a los queltehues y tuiques del camino, me imaginé sentado sobre las piernas del Gringo, mirando su reflejo a través de la ventanilla del tren. Sereno, pálido, dorado y sonriente (tan diferente a mi rostro moreno e inquieto de la niñez). Ante aquella visión pensé que la vida siempre, por algún extraño motivo, tiene algo de cíclica. La verdad no sé por qué. Esa noche, como una paradoja más del destino, al igual que veintisiete años atrás, viajaba en solitario (sin padre y sin madre) a bordo de un automotor camino al cementerio de trenes.

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