miércoles, 15 de abril de 2015

ESTACIÓN CENTRAL


EL TREN CON DESTINO SANTIAGO-TEMUCO llevaba poco más de media hora de retraso cuando comencé a sentir la necesidad de suspender el viaje. Los nervios, gatillados por la espera, comenzaron a estremecerme por completo y un ardor, que luego devino en ahogos, se me ancló en el pecho y aceleró, de paso, mi frecuencia cardiaca provocándome una honda sensación de angustia. 

Aguardaba, en dicho trance, el tren que me habría de llevar hacia una suerte de encuentro con mi pasado más obscuro, cuando al poner mi mano derecha sobre el corazón para sentir la intensidad de mis latidos pensé en Janet Bellamy, la sicóloga deportiva que me diagnosticó el trastorno obsesivo-compulsivo que supuestamente padezco y a la que solía frecuentar durante mi estadía en la ciudad de Nottingham, cuando jugaba en el viejo club de las East Midlands. Al evocarla, de algún extraño modo, siempre lograba tranquilizarme. Su repaso en mi memoria era la medicina que ella misma me había recetado. En ese instante, anacrónico y sublime como un rayo que antecede a la tormenta, recordé el gesto reservado que hacía con sus labios cada vez que apuntaba algo en su libreta de anotaciones y lo nervioso que me ponía al momento en que, en un alarde de sensualidad, cruzaba las piernas dejando entrever levemente su ropa interior. A la mierda la ética de la siquiatría pensé una tarde antes de entrar en su consulta. Fue durante la quinta de nuestras sesiones. Entré de golpe, la tomé por la cintura y, con la misma tenacidad y entusiasmo con que trataba de eludir rivales dentro de la cancha, la estrellé contra su escritorio y cogí con fuerza sus caderas, rasgándole sus medias negras. En un principio opuso resistencia, pero al cabo de unos minutos se entregó por completo a mis mentiras, mis susurros y mis falsas promesas y acabamos haciendo el amor recostados en el mismo sofá donde sus pacientes solían contarle sus dramas existenciales. Esa primera tarde juntos, ella le pidió a su secretaria que cancelara el resto de sus citas y lo hicimos de todas las formas y posiciones que se le pudieron ocurrir. Parecía un huracán enjaulado al cual hacía tiempo nadie, ni siquiera de manera casual, había penetrado en lo más hondo e íntimo. Sin embargo, después de acabar por tercera vez (hecho que no fuera mérito mío en lo absoluto sino de ella), le sobrevino la angustia que, al parecer, nos provoca el placer de la carne y me pidió que no volviera a entrar en su consulta, pues yo no sería más su paciente. A pesar de eso, y a causa de mi insistencia, al cabo de un tiempo comenzamos a salir. De modo que, sin hacernos demasiadas preguntas, sin necesidad de penetrar en el origen de las palabras y sin comprometernos en la ironía absurda del romance, nos convertimos en exiguos compañeros de cuarto que, entre sexo tibio y caricias, se refugiaban de las frías nieves de Nottingham. 

Durante algún tiempo la relación fue bastante fluida y amena, sin embargo Janet comenzó a preocuparse en demasía por mí, casi como una madre. Quizá la causa fueran sus treinta y cinco años, en relación a mis juveniles veintidós. Solía darme consejos que, aunque yo jamás atendí, agradecía con desvelos de sexualidad que, al siguiente día, me hacían parecer un zombi en los entrenamientos y un fantasma en la cancha. Entonces no dejaba de tratarme, a pesar de haber censurado formalmente nuestras sesiones. Siempre estaba reconvinándome y dándome consejos. Frecuentemente charlábamos sobre mis problemas, los que por entonces tenían que ver con el peso que cargaba sobre mis hombros tras haber llegado a un club inglés de la segunda división siendo considerado como una de las mayores promesas jóvenes de Sudamérica y en si sería capaz de responder a las expectativas que había dejado en Chile, donde los periodistas malintencionados me elevaban a la altura de Toro, Sorrel, Rojas, Sánchez, Caszely, Ahumada y, principalmente, Robledo, quien fuera genio y figura en el Newcastle de los años cuarenta-cincuenta, a diferencia de mí que, a fines de la temporada 76-77, con el equipo a punto de ascender, no hacía más que calentar la banca. Y entretanto ocurría aquello, y mientras yo me iba hundiendo poco a poco en la vorágine de lo que me significaba no poder jugar al fútbol, ella incrementaba mi desesperación, mis frustraciones y mi vacío con su belleza, con su ternura, con su ardor apasionado y sus deseos de coger todo el tiempo. 

Por aquel entonces yo me acostaba con Janet de tres a cuatro veces por semana, solo porque yo ponía freno a sus impulsos con la excusa de las concentraciones (y porque, francamente, no era capaz de seguirle el ritmo). Y pese a sus incomensurables esfuerzos por animarme y sacarme adelante, estando con ella se incrementaron mis problemas de autoestima. Por un lado debía soportar la frustración de no poder rendir en un equipo extranjero, además de tener que hacerle frente a una relación que estaba acabando con todas mis energías. Por otra parte debía lidiar con la barrera cultural, xenófoba e idiomática que barría con nosotros los sudacas en Europa. Y además, en el corazón de la ciudad, debía batallar con la costumbre, la adaptabilidad y el desarraigo, mientras que en las calles debía soportar el frío y la angustia y en el lecho los fantasmas de la infancia y las delaciones de un pasado al que sabía que tendría que regresar algún día, un pasado poblado de obscuridad, sobre todo eso, de miedos y obscuridad.

***

Ya para el inicio de la temporada 77-78, Janet había desaparecido de mi vida. Poco tiempo después, leyendo una entrevista de McDermott en "The Sun", me enteré que estaba de novia con el entonces artífice y figura del Liverpool. Yo me alegré por ella y di vuelta la página. Del otro lado, había una extensa crónica que hablaba de las posibilidades de nuestro equipo en la presente temporada, reciés ascendidos. Por supuesto, nada auspiciosas. Sin embargo, la convicción que tenía nuestro entrenador, daba para pensar en grande. Fue, a partir de allí, que desaparecieron, por un tiempo, las sombras y, pese a ni siquiera ser parte de las primeras nóminas y pese a haber estado a punto de ser enviado a préstamo a otro equipo de segunda, logré concentrarme solo en el fútbol. Me había mentalizado en la idea de solamente jugar y demostrar el por qué había viajado hasta Inglaterra. Primero debía convencer al entrenador y darle prueba fehaciente de quién era y de cuánto valía. Todo dentro de la cancha. Luego debía seducir a la afición, para quienes no era más que un completo desconocido, para quienes no era más que un extranjero venido de un país sin nombre trazado por una línea en el mapa. Y por último, debía satisfacer a la prensa, que por entonces festinaba con la paradoja que les brindaba mi apellido versus mi apariencia. Fue un camino nada de fácil. La tarea fue ardua. Durante las primeras cinco fechas ni siquiera estuve en la nómina. Y ya para la sexta, cuando mi nombre: Pedro Giddings Sarmiento, por fin apareció en la lista, tuve que hacerle frente a un desafío mayor: el banco de suplentes. Donde me quedaba durante largos noventa minutos (que se hacían eternos), yerto y frío como un glaciar al extremo sur de la galaxia, clamando (silencioso) por una oportunidad, del mismo modo que la hinchada clamaba por los goles, que no llegaban, de su equipo. Esperando y esperando, herido en el orgullo, a que Taylor, el asistente técnico, me diera la tarjeta de ingreso. Fui paciente en lo inhumano. Paciente hasta en los huesos. Paciente en lo infinito. Hasta que la espera terminó y el dúo de ingleses me dio, mediado el suplemento en un crucial partido por la novena fecha del torneo, la oportunidad de entrar al campo. 

Aquella vez, momento tan esperado, cuando el técnico, mascullando mi apellido entre dientes antes de escupir el suelo, pidió mi ingreso, mi cuerpo comenzó a temblar, dejándome paralizado –Giddings, are you deaf, i told you to get in the field –repitió el asistente. Entonces no me quedó otra que ponerme en pie, tomar aire, persignarme tres veces, coger un puñado de pasto y entrar al Olimpo de los Dioses, al Palacio Divino, al templo Sagrado hecho ardid por la hinchada devota, al único sitio donde uno puede ser verdaderamente libre y donde no importa nada más que la unión celeste entre el hombre y el fútbol, únicas dos fuerzas vitales capaces de lograr el milagro, el uno, al golpear suavemente a la amada amante con su zurda ígnea, y el otro, por ser en sí mismo la fuerza sobrenatural que se libera en un orgasmo de frenesí cuando la pelota penetra la malla. Pero el azar es caprichoso, al menos eso dicen, y apenas pisé el césped comencé a tener fiebre, me puse en extremo ansioso y nervioso y me rodearon los viejos temores. Entonces hice un esfuerzo por recordar los consejos que me dio Janet antes de que comenzara a encamarse con otro. Y para cuando por fin lo logré y pude amortiguar con el pecho un cambio de frente de cincuenta metros, ocurrió la desgracia absoluta. No va más. El árbitro pitó el final del partido. Mejor suerte el domingo siguiente. Dos a uno el resultado final a favor nuestro, pero yo con suerte había tocado tres veces la pelota durante los casi veinte minutos que estuve en la cancha. Así que me quedé allí, mascando la rabia, medio absorto y silente, sin importarme ni siquiera la obtención de los puntos. Moralmente agobiado. Triste porque se me presentó la posibilidad de haber podido jugar y desolado porque lo había hecho de la peor forma. Y para colmo de todo aquello, la palmadita en la espalda del entrenador, como felicitándome por el esfuerzo realizado. 

Así se sucedieron, trasuntas del mismo escenario, las semanas siguientes, partido tras partido. Yo esperaba, primero, estar en la nómina y luego en la banca hasta que Taylor decía mi nombre, casi siempre a los 75 u 80 del suplemento. Y no entendía, no me explicaba por qué, a pesar de no rendir frutos, el entrenador, semana a semana, me seguía no solo citando sino que además me hacía ingresar los minutos finales de cada partido. No entendía por qué me seguía exponiendo, domingo a domingo, a tan doloroso trance. Hasta que un día, tras leer la sección deportiva del The Sun, lo comprendí todo. Había en el informativo de la mañana una nota escrita por un suspicaz periodista galés de apellido Aldrich (o Aldridge) que citaba así: “El Nottingham Forest, equipo que, en más de cien años de historia, jamás ha obtenido logros de gran relevancia, hoy se acerca a pasos agigantados a la obtención de su primer título de liga de la mano de un extraño amuleto venido del sur de mundo”. La nota publicada consiguió que los estadistas y los supersticiosos comenzaran a tratar de descifrar la extraña relación que había entre mis no convocatorias, mis nóminas y mis ingresos, con la posible obtención de un primer trofeo para los de las Tierras del Este. Lo cierto es que aquello había ocasionado una verdadera revolución en la ciudad. Las estadísticas del periódico decían que: “(…) durante las primeras cinco fechas, cuando el chileno no fue citado, el equipo empató en tres ocasiones, perdió en dos y no ganó ningún partido; cuando fue convocado y no ingresó, el equipo empató en tres ocasiones y no perdió ni ganó ningún ningún partido; en cambio, desde la novena fecha, los últimos once partidos en los que el muchacho ha ingresado al campo, durante los minutos finales, el equipo ha ganado, alcanzando un 100% de rendimiento. Estos números tienen al Nottingham Forest peleando la punta del torneo palmo a palmo con el Liverpool, y ha logrado que la hinchada, enfervorizada, se ilusione con que el equipo logre obtener su primer título de liga. Por supuesto, veremos si les alcanza con esta especie de amuleto, ya que aún queda mucho campeonato por recorrer”. Al leer el artículo, repleto de burla y de sorna hacia mí persona, saqué algunas cuentas alegres y comprobé que el cronista deportivo estaba casi en lo cierto. Para mí suerte, se había dado cuenta de ello el propio técnico. Y si bien yo no creo mucho en las supersticiones, era casi un hecho, y no una invención de los estadistas, que mí llegada a la ciudad de Nottingham no solo estaba plagada de misteriosas coincidencias, sino que además, mi sola presencia allí había producido algo extraordinario y asombroso en el club. Situación que me colocó en un pie de guerra distinto frente al técnico y la afición y me devolvió, esencialmente, la confianza que había perdido desde mi llegada a Inglaterra. Prueba de ello fue la conferencia de prensa que dio el entrenador, donde más que referirse a mí como un amuleto, hablaba de la entrega y las ganas que yo ponía cada vez que me tocaba jugar. De cómo metía y metía, de cómo acarreaba marcas, de cómo recibía patadas y jamás me arrojaba al suelo hasta que el arbitro pitaba la falta y de cómo revitalizaba al equipo porque nunca paraba de correr, cosas en las que ni yo mismo había reparado. 

Revitalizado con sus palabras y respaldado por el equipo, entonces traté de empezar a hacer lo que mejor sabía: jugar al fútbol. Me acordé de ello. Fue así que en el encuentro siguiente (posterior a la nota publicada y a la conferencia) contra al Aston Villa FC, válido por la fecha número veinte de la liga, el técnico, quizá al notar mis ganas de demostrarle a esos periodistas malignos quién era yo realmente, me hizo ingresar por primera vez como titular al campo. Show us Little boy –me dijo Brian, el controvertido estratega del club, antes de entrar a la cancha –y colocó su mano sobre mi hombro, en una señal unívoca de confianza. Los periodistas se volvieron locos. No podían entender los por qué de aquella determinación táctica. –Parece que Clough se tomó en serio lo del amuleto sudamericano. O ha comenzado a ser un estudioso de las estadísticas o llevará una pata de conejo en la chaqueta –fue lo más suave que dijeron –y Taylor tendrá un trébol de cuatro hojas, mire que apoyar tal determinación en un momento tan trascendental de la liga… está claro que el chico ha tenido un poco de suerte, pero de ahí a pensar que pueda soportar las exigencias de un partido completo y, además, tan vital para las pretensiones del Nottingham… claramente a esta dupla técnica se le están acabando las ideas. Se les ha obnubilado la vista, el chico mete ganas, pero no juega a nada –agregaban los tendenciosos. Sin embargo, a mí me resbalaron todas sus palabras. Aquella vez, solo me importaba salir a jugar. No recuerdo muy bien el día exacto. Me parece que fue entre fines de febrero o los primeros días de marzo del setenta y ocho. Recuerdo que, por más que habíamos metido, el partido se nos estaba yendo de las manos. La lucha con el Liverpool era muy reñida y apenas un punto nos separaba. Ellos habían caído tres por dos ante el Leeds United el día anterior, por lo que una eventual victoria ante los villanos, a dos semanas del duelo contra los Diablos Rojos, nos colocaría a nosotros, por primera vez, en la punta del torneo. Sin embargo, esa tarde estábamos cayendo por la mínima ante los londinenses, dejando escapar puntos vitales en la lucha por el trofeo. Si bien, el Nottignham contaba entre sus pergaminos algunos campeonatos obtenidos en el siglo XIX y a principios del siglo XX, cuando el fútbol aún era amateur, el equipo nunca había ganado algo a nivel profesional. Tal era la talla del equipo que, la temporada 76-77 (estando en segunda división) apenas y peleaba por ascender. En cambio, solo un año después, contra todo pronóstico, estaba peleando el título de la liga, mano a mano, con uno de los equipos más grandes de Inglaterra. El mérito de aquello, por supuesto, recaía en la dupla Clouhg-Taylor, técnico y asistente, quienes nos instaban a empujar constantemente, a no rendirnos nunca y a no dar pelota por pérdida. Ninguno de ellos, muy jóvenes por lo demás, creía en imposibles, y eso nos lo traspasaban a nosotros. Además, en su corta carrera, juntos ya habían logrado una gran proeza dirigiendo al Derby County, un equipo de medio-pelo que alzaron como campeón la temporada 72-73. Con el Nottingham, a tan solo un año de su ascenso, esperaban lograr el milagro. 

Esa tarde, a diez minutos del final del partido, comenzó a nevar. Ante dicha situación el árbitro podía suspender el compromiso, hecho que no nos convenía en lo absoluto, ya que perdíamos por la mínima y aún teníamos la esperanza de dar vuelta el marcador. Esa tarde yo me sentía capaz de todo. Incluso de aguantar la ventisca y los cinco grados bajo cero que congelaban mi cuerpo. Producto de ello, el técnico me mantuvo en la cancha durante los noventa minutos. Hecho que dio pie para que los periodistas se dieran un festín de burlas –Parece que Brian Clough mantiene al chileno en cancha a la espera del milagro. Nos sorprende su apego a las supersticiones –pregonaban a sus interlocutores. A él le valieron los comentarios artificiosos. De pie junto a la línea, no se cansó de animarnos en pos de alcanzar la victoria. A mí, al menos, me convenció con su arenga. Recuerdo que me aventuré en tres cuartos de cancha y comencé a encarar haciendo una diagonal mortífera por el sector izquierdo (el técnico, al no darle resultado por la banda diestra, probó que jugara con el perfil cambiado durante el segundo tiempo). Dejé a tres rivales en el camino hasta que un cuarto me frenó de una patada a la entrada del área. Yo caí dentro y el juez pitó penal a favor nuestro. En las gradas se produjo la algarabía total. Los nervios tenían sin entrañas a los hinchas. Robertson puso el balón en el punto penal. Y al pitazo del juez cambió su disparo potente y ajustado por el gol de la paridad parcial. Con el empate se conseguía el punto que nos igualaba en puntaje con el líder. Pero aún faltaba más. El equipo quería, a toda costa, la victoria y alcanzar la punta del torneo. Fue así, que metiendo y metiendo lo que restaba de encuentro, y a segundos del final, el propio Robertson envió un centro shoot que, por obra y gracia de Dios, fue a dar hasta mis pies. Debe haber sido uno de los goles más feos que convertí en mi carrera. Le pegué como venía y como pude. Entre canilla, muslo y rodilla. Ni siquiera lo recuerdo muy bien. Que importa. Solo sé que la pelota fue a dar al fondo del arco, que era el triunfo para el equipo, y que dicho triunfo nos ponía a la cabeza del torneo, mientras las tribunas del City Ground explotaban de un júbilo ensordecedor y victorioso. A partir de entonces, y aunque fue por un breve lapso de tiempo, yo comencé a ganarme un sitio en el equipo que alcanzaba la cima, luego de más de un siglo de decepciones. Por lo demás, no cabía duda de dos cosas: 1) al parecer yo era el talismán y 2) los ingleses, incluyendo a Brian, eran unos supersticiosos.

***

Mientras recordaba todos estos sucesos de mi reciente pasado, mientras pensaba en Janet, en su entrepierna húmeda, y en mi paso por Inglaterra, el tren cumplió cincuenta minutos de retraso. La Estación Central, a esas horas de la noche, estaba repleta de gente que iba y venía, lo que me contrariaba aún más, debido al temor que me causaba el ser reconocido por algún viajero, y que este osara pedirme un autógrafo o una fotografía, o que me recordara el inesperado fin de mi carrera y me pusiera al día de mis fracasos. Miré el elegante reloj de péndulo que había en la plataforma. Faltaban diez minutos para las diez de la noche. En ese momento pensé en echar a “cara o sello” entre sumarme al alegato airoso en contra del Jefe-Estación o volver a casa, a la cómoda habitación de mi departamento en Huelen y posponer el viaje. Sin embargo, antes de arrojar al aire la moneda, un Automotor diesel AMZ hizo su estrepitoso ingreso a la estación. Era el tren con destino Santiago-Temuco que debía abordar. Por consiguiente, no me quedaba más que seguir esperando. El Jefe-Estación, en evidente estado de cólera debido a los reiterados reclamos de los pasajeros, fichó el horario de ingreso del tren, luego de interpelar al chofer por el retraso de la máquina, agregando que por culpa de ellos Ferrocarriles del Estado se iba a terminar de ir a la cresta, y reajustó el horario de salida del automotor. Entre tanto, la espera, el ajetreo, la tensión, los recuerdos, los viajeros que bandeaban por los andenes, el temor a ser reconocido, me hicieron entrar, nuevamente, en una especie de sopor, esta vez entremezclado con la angustia que me provocó ver a esa obstinada locomotora, envuelta en una nostalgia agobiante, negándose, por una eventual falla mecánica, a emprender el que sería su último viaje al sur.

A la espera de la salida definitiva del tren, me arrellané en una esquina del andén, tratando de ocultarme al interior de un sobretodo que suelo llevar a la usanza de antiguos marineros, cuando de pronto, una decena de carabineros irrumpió en la estación. Uno de ellos tomó a un joven por sorpresa y lo redujo en el piso con exagerada violencia. Ante lo sucedido, y en el acto, otros dos muchachos comenzaron a correr en medio del gentío. Uno de ellos me pasó a llevar, haciéndome retroceder algunos pasos. Sin embargo, la peor parte se la llevó el propio adolescente, que sucumbió ante mi todavía atlética musculatura, cayendo al suelo donde fue reducido, de inmediato, por otros dos policías que lograron darle alcance. El otro, más ágil que sus compañeros de correrías, si bien pudo librar algunos metros, fue derribado por un avezado héroe ciudadano en el momento en que este trató de internarse en el Terminal de Buses San Borja. En definitiva, fue toda una desgracia para los tres adolescentes que esa noche, en medio de las constantes tensiones políticas de la época, dormirían custodiados por los fríos barrotes de un calabozo. Todo por culpa de un collar de bisuterías que habían arrancado del cuello de una anciana. De cierto modo me sentí culpable de haber derribado, sin querer hacerlo, a uno de los adolescentes y haberle procurado su detención. Y aunque no sintiera un sentimiento real de empatía ante la situación que vivían esos tres muchachos, que para mí no eran más que delincuentes vulgares y comunes (más allá de las consignas revolucionarias que lanzaban al viento y que solo agravaban su situación), tuve un cierto dejo de espontánea tristeza en el momento en que los policías les dieron coercitivos golpes en el lomo, las piernas y la cabeza, antes de ingresarlos, esposados, a la yuta. 

Veinte minutos después, más sereno y habiéndome resignado a la eterna espera, el Jefe-Estación, con una hora y media de retraso, anunció por los alto-parlantes a los pasajeros del tren con destino Santiago-Temuco que había que abordar la máquina. La falla mecánica, un desajuste en el motor de tracción, fue reparada sin mayores problemas. Nada por qué preocuparse, dijeron. Ya era hora alegué para mis adentros, inhalé profundo el vaho húmedo que salía por mi boca a causa del frío, cogí, cuidadosamente, un pequeño bolso de mano, la maleta y abordé el tren deseando, a partir de ese momento, tener un viaje tranquilo.

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