miércoles, 5 de agosto de 2015

COMPAÑERO DE VIAJE



Trasunto de: poeta, loco y borracho


HASTA QUE EL TREN LLEGÓ A RANCAGUA, capital de la Sexta Región del País, fue un viaje más bien tranquilo. Había congelado un poco las ideas y los recuerdos de mi cabeza y solo me dedicaba a refrendar el paisaje nocturno. Frente mío no había pasajero alguno ya que muchos de ellos, debido a la espera eterna que se suscitó en la Estación, decidieron no viajar y que se les devolviese el dinero, por ende no tenía que fingir una sonrisa de falsa camaradería con nadie, ni verme obligado a intercambiar opiniones vanas, sobre el viaje, el tiempo, el cine, el fútbol, la familia o cualquier otro tema sin importancia con un total desconocido. Más aún, en un momento en el que lo último que deseaba era tener que entablar diálogo con alguien. 

La calma era absoluta y el silencio solo era asediado por el ruido que hacía el automotor. Sin embargo, a la altura de San Javier, mientras me fumaba un cigarrillo en la terraza que acoplaba los vagones, un bullicio socavó la paz que, hasta entonces, había en el vagón. Los curiosos de siempre, irguieron sus cabecitas tratando de dilucidar qué ocurría. En ese momento dos pasajeros, uno de ellos un poco borracho, mantenían una discusión, al parecer, por un asiento. Yo me acerqué, debido a la inercia del movimiento de la locomotora, a la puerta y comencé a poner oído a la absurda disputa que se sucedía dentro. El borracho le insistía al sobrio, un molesto funcionario público, que el asiento que este utilizaba le pertenecía a su amigo, un poeta o escritor que supuestamente lo acompañaba en su viaje y que nadie más que él lograba ver. –Mire –le decía el borracho al auxiliar del tren –con mi amigo subimos al vagón y dejamos nuestro equipaje allí –dijo apuntando al altillo que las hacía de maletero –después de que esperamos más de dos horas a que llegara la máquina, porque como usted se habrá dado cuenta, estos trenes siempre se atrasan y a uno no le queda otra que beber para hacer más amena la espera –señaló y cogió a tientas dos bolsos de mano –este es mío y este es de mi amigo –sostuvo el pasajero borracho –nosotros estábamos en el comedor bebiendo una botella de vino. Pero como no nos quedaba plata y aquí no nos dan fiado ¿ha pedido usted fiado? –Preguntó y se respondió a sí mismo –seguramente no, porque se nota que usted es persona honrada que no necesita anotarse a la cuenta de nada, y como nosotros también somos, aunque pobres, honestos, tuvimos que volver a buscar plata para comprar más vino. Y cuando llegamos acá, nos encontramos con que este señor –apuntó al servidor municipal –que ni siquiera ha tenido la cortesía de responder nuestro saludo, porque es un maleducado, estaba ocupando el asiento de mi amigo que, sabe usted quién es –preguntó y se respondió a si mismo adelantándose a una posible respuesta –no pues, cómo va a saber si usted no sabe nada de poesía y no puede reconocer a un poeta cuando lo tiene en frente –le dijo al auxiliar y al funcionario, ya un tanto desconcertados debido al desvarío del hombre que señalaba a un sujeto que ocupaba un espacio vacío –pero no le culpo, porque nadie puede reconocer algo que que no importa a nadie y déjeme decirle una cosa –el poeta aquí presente –volviendo a señalar al ser imaginario que supuestamente lo acompañaba –nos ha dado una valiosa lección diciéndonos que: “la poesía debe ser tan habitual como los juegos de la infancia, pues no significa nada si no admite que los hombres puedan crecer, conocerse y enamorarse, y que debe surgir de conversaciones cotidianas y estar sobre la mesa de la familia que se reúne cada domingo. Y que por ningún motivo debe ser un alarde de sapiencia, ni ser declamada frente a la elite cultural de las grandes ciudades, ni mucho menos venderse o publicarse en editoriales gangrenosas, ni escribirse con escupitajos, con fuegos forzados, con ademanes falsos o la detestable sátira de aquellos que quieren llamar la atención con ironías de bufón presumido y críticas infundadas al modelo que les da de comer de su propia mierda. La poesía –queridos servidores públicos –es la paz que logra encontrar quien escribe un poema, para que de ese modo quien un día la descubra sepa que hubo alguien que, por medio de las palabras, logró aceptarse a sí mismo. Un poema es mucho más que lo que los falsos herederos de la pluma pregonan. Un poema es una fruta madura que irremisiblemente cae del árbol mientras una niña se aprieta el vientre por el escozor de las mariposas que la invitan a dejar atrás la infancia. Un poema es un gallo al que luego de haberle amputado su pierna aún sigue anunciando la mañana, encaramado en lo más alto de la cerca. Un poema es la revelación del dolor que sobreviene al silencio, y es también la usual proeza del hombre que sobrevive a los días con una sonrisa. –Y como escribiera Teillier al poeta René Guy Cadou –agregó –“un poema debe ser leído por amigos desconocidos, en trenes (como éste), que siempre se atrasan”. Pero nadie sabe aquí –clamó en voz alta e interpelando a todos los pasajeros del vagón –Nadie –continuó luego de un breve silencio –nadie sabe lo que es un poema,… nadie ha remado en un canal de aguas tranquilas y silenciosas; nadie ha escuchado hablar al viento en medio de un paisaje que nos invita a la calma, nadie ha sabido apreciar las historias que contaron los muertos de otra época. Nadie, decididamente, sabe lo que es un poeta y como debería morir un poeta. A esta última frase (cita también al poeta de Lautaro) le sobrevino un irremisible silencio. Yo me quedé pensando, por un momento, en las palabras de aquel hombre que pasaba de lo absurdo y cómico hacia una reflexión personal, a través de la poesía, acerca del mundo que lo rodeaba. Lo miré de soslayo y en sus ojos, aunque despiertos, percibí la evidente nostalgia que contrajo, como un malestar crónico, conforme pasaron los años. La melancolía con que interpeló a los presentes dejaba entrever un dolor muy grande. Y a mí, de paso, su soledad como un surco de tierra que jamás volverá a ver crecer un árbol, me oprimió el corazón. 

Quizá fue todo a raíz de la angustia que me sobrevino desde el momento en que tomé la decisión de hacer este viaje. Y pese a que aquel hombre y yo, seguramente, no teníamos nada en común, una fuerza devastadora hizo que dejara de ser un simple observador y entrara al vagón para acercarme al lugar del entuerto y tratar de mediar en el conflicto. 

*** 

La situación se había hecho insostenible, tanto el auxiliar y el funcionario como el resto de los pasajeros, comenzaban a perder la paciencia con las divagaciones de aquel hombre borracho que, por lo demás, seguía insistiendo en que el asiento que utilizaba el servidor público le pertenecía a él y que el que se encontraba vacío en frente le pertenecía al joven e imaginario amigo poeta suyo. Para mayor complejidad del asunto, el funcionario público había perdido su ticket, hecho que lo hizo perder mucho más la paciencia, ante las arremetidas del ebrio y no poder demostrar que él tenía la razón. –Ve caballero –le decía el borracho al auxiliar –ahí se sabe que el hombre aquí presente está mintiendo, ni siquiera tiene su boleto –agregaba con una suerte de sorna, mientras el funcionario, exasperado, le propinaba reiterados insultos. El joven auxiliar, no sabiendo como mediar en la discusión, también comenzó a desesperarse. En ese momento me acerqué al lugar y me dirigí a los hombres en pugna. –Permítanme un momento –comencé diciendo –al parecer aquí ha habido un pequeño malentendido. Los tres me miraron de forma inquisidora. Yo tomé un ticket arrugado de mi bolsillo y se lo enseñé a los presentes diciendo –seguramente este es el boleto que el señor no logra encontrar –el funcionario me auscultó con un dejo de duda –lo acabo de encontrar tirado en el piso de la terraza que separa los vagones, mientras me fumaba un cigarrillo y ustedes trataban de solucionar su problema –agregué mientras le extendí el ticket al funcionario que comenzó a revisarlo por todos lados. –Este asiento no es mi número –atendió el servidor público, frunciendo el entrecejo. –No es el número del asiento donde está sentado en este momento –agregué –si no el que está frente al mío –señalé hacia el sector, al final del vagón, e indiqué dos asientos vacíos que se podían ver si uno levantaba un poco la vista y que estaban uno frente al otro. –Quizá el señor aquí presente –sostuve indicando al funcionario –se equivocó de asiento y basta con que se cambie –agregué con cierta ironía, mientras la gente, entre silbidos y gritos solapados, apoyaba mi intervención en el asunto –Por tanto, le sugiero que vuelva al lugar que le corresponde y lo invito a sentarse frente a mí para dar término, de una vez, al conflicto –sentencié. El borracho me miró con extrañeza, como descubriendo mi mentira conciliadora y luego, con cierta picardía, añadió –Les dije que el equivocado era el señor aquí presente, porque el asiento que está utilizando le pertenece a mi amigo… –Que amigo –alegó el funcionario antes que el hombre acabara la frase –usted es un loco y un borracho de mierda. –Señor, tranquilícese –profirió el auxiliar perdiendo los estribos. La solución es mucho más sencilla –expuse calmadamente y confirmando lo bien que me habían hecho las terapias sicológicas de mi juventud –frente a mí hay un asiento, muy cómodo por lo demás, vacío. De modo que reitero la invitación a que lo utilice, para que no tengan que seguir sosteniendo una discusión que no los llevará a nada bueno –dictaminé casi como un juez. El funcionario reflexionó durante unos instantes, luego se paró del asiento, cogió su maleta y caminó, sin decir palabra, hacia el fondo del vagón. A su vez, el hombre borracho, orgulloso de su triunfo, tomó posesión del trofeo, se arrellanó en el asiento y cerró los ojos con un dejo de espontánea felicidad y orgullo. El auxiliar me miró como queriendo decir –no hay caso con la gente loca –y se fue indignado del vagón. Yo, en tanto, me quedé durante unos segundos esperando alguna palabra del borracho que, instantáneamente, y como un bebé recién nacido se quedó dormido con la cabeza pegada al vidrio. Llevaba un sombrero alón de color marrón, como los que usan los hombres en las películas de gánster, una bufanda gris y una chaqueta azul marino. Sostenía, fuertemente en los brazos, un sobretodo obscuro que seguramente se había quitado a causa del calor que le causara la discusión y/o el consumo de vino. 

*** 

Cuando volví a mí asiento, el funcionario ya había tomado posesión del espacio y miraba, con cara de pocos amigos, a través de la ventana. Al sentarme frente a él, volteó la vista y solo se limitó a decir que aquel hombre no era más que un pobre borracho y un chalado. Me sentí un poco fatigoso y molesto frente a su declaración. Por lo demás, ni siquiera fue capaz de agradecerme el haberle solucionado el dilema. Pero me hice el loco y no dije nada al respecto. Su rostro era manifiesto de un agobio infinito. No sabría cómo explicarlo. Pero pertenecía a esa clase de hombres a los que la rutina les ha extirpado hasta los sentimientos. Hombres que en su fútil existencia no han experimentado ni una gota de ardor ni pasión por nada. Ante él, por un momento, me sentí inmensamente agradecido. Yo que, a mis treinta y cuatro años, había tenido la oportunidad de jugar al fútbol, viajar, ganar dinero y la posibilidad cierta de ser amado, me consideré, a pesar de todo, mucho más afortunado que tantos otros que ven pasar los años más preciados de sus vidas, frente al tedio y las sombras de la más hostil y precaria realidad que los envuelve, inútilmente. Pensaba en ello, cuando una nube de obscuridad comenzó a privar mi vista del entorno. Se sucedieron, entonces, imágenes vagas y diálogos confusos e inconscientes. Todos ellos, en un espacio indeterminado entre la realidad y la ensoñación, sacudieron mi cabeza antes de arrojarme al abismo. Mi cuello se desvaneció sobre mi hombro izquierdo y finalmente me dormí. 

*** 

Desconozco cuánto tiempo habrá pasado, lo mismo pude haber dormido durante semanas o apenas cinco minutos. Soñaba, o quizá solo lo imaginaba, que el tren se descarrilaba por culpa del borracho que sacaba de quicio al maquinista, cuando este mismo apareció frente a mí. Me sorprendí al verle. El funcionario roncaba, en tanto el borracho, quizá un poco más compuesto, me sugirió guardar silencio llevándose el dedo anular de la mano izquierda a los labios. Luego me hizo un gesto invitándome a que lo siguiese y echó a andar, pausada e instintivamente, en medio de la obscuridad que acechaba los rincones del vagón, cuyos pasajeros, en medio de los estentóreos ronquidos del funcionario público, hacían el intento de dormir. Yo, ante la posibilidad de que se fuera a producir otro altercado, me levanté y caminé, a tientas por el corredor del vagón, detrás de un sujeto que, hasta allí, me era absolutamente desconocido.

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